06 noviembre 2012

Juan Prim Prats

La figura del general Juan Prim Prats (Reus 1814-Madrid 1870) es una de las más atractivas de la España decimonónica. Inició su carrera militar luchando contra los absolutistas en la Primera Guerra Carlista y por méritos propios llegó a ser uno de los grandes espadones de aquel siglo.

Su brillante actuación en la guerra de África lo convirtió en el héroe de los Castillejos y le proporcionó el título de marqués. Vivió con intensidad la política de su tiempo, ligado a las tesis del progresismo liberal, cuyos principios de monarquía representativa, soberanía nacional y sufragio universal se convirtieron en el eje de su credo.

Desempeñó diferentes cargos públicos y mandó la fuerza expedicionaria española a México que convertiría a Maximiliano de Habsburgo en efímero emperador de aquellos territorios, pero vislumbró los planes de Francia y volvió con sus tropas sin llegar a intervenir.

Fue también un conspirador nato, protagonista de diversos pronunciamientos e intentos de golpes de Estado y pieza fundamental, junto al general Serrano y al almirante Topete, en la revolución de septiembre del 68, conocida como La Gloriosa y que provocó el exilio de Isabel II y la caída de la dinastía borbónica.

Entre 1868 y 1870 fue presidente del Gobierno y árbitro de la política española durante aquellos años, que se cuentan entre los más agitados, convulsos y apasionantes de nuestra historia.

El magnicidio que acabó con su vida se perpetró la tarde del 27 de diciembre de 1870, poco después de que el coche en el que viajaba saliera del Congreso de los Diputados por la puerta de la calle de Floridablanca e hiciera el recorrido habitual que le llevaba a su residencia, el Palacio de Buenavista, sede del ministerio de la Guerra, cuya cartera también desempeñaba.

Por una circunstancia casual, (Sagasta, que era ministro de Asuntos Exteriores, lo abordó ya subido en el carruaje, lo que obligó a Prim a desplazarse para dejarle un lugar en el asiento), la primera andanada de disparos con que los asesinos acribillaron el carruaje apenas le hirió en una mano. La segunda descarga fue más mortífera.

El atentado tuvo lugar en la madrileña calle del Turco (hoy Marqués de Cubas) en el tramo que discurría entre las calles de la Greda (actual calle de los Madrazo) y Alcalá, donde unos carruajes estratégicamente situados obligaron a detenerse al coche de Prim, lo que permitió a sus asesinos acribillarlo a placer.

Sus dos ayudantes, los coroneles Moya y González Nandín, iban desarmados por indicación del propio Prim. La calle estaba solitaria porque aquella tarde sobre Madrid caía una fuerte nevada. Sobre las circunstancias del atentado circularon desde muy pronto rumores fruto de la imaginación popular, como el llamado telegrama fosfórico, mediante el cual los asesinos se habrían comunicado, encendiendo fósforos, al paso de carruaje del presidente.

El atentado que le costó la vida (falleció el 30 de diciembre como consecuencia de las heridas recibidas) fue el primero y también el único que no ha podido esclarecerse de los cinco magnicidios, habidos en el transcurso de un siglo (1870-1973), que acabaron con la vida de otros tantos presidentes del Gobierno.

En el juicio celebrado, las declaraciones de testigos y las pruebas, algunas de ellas abrumadoras, recogidas en los 18.000 folios que constituyeron el sumario, estudiado por otro reusense, Antonio Pedrol Rius, no fue posible descubrir a los culpables. Tampoco lo fue desenmascarar a los autores materiales, los que dispararon en la calle del Turco ni a los inductores que movieron los hilos del atentado.

Sonaron con insistencia algunos nombres, principalmente el del duque Montpensier, el del general Serrano y el del diputado republicano Paul y Angulo.

Este último concibió un odio feroz contra Prim, decepcionado porque la caída de la monarquía isabelina no trajo la proclamación de la República, como él esperaba. El principal obstáculo era que Prim prefería la monarquía como forma de gobierno y para ello buscaba con ahínco una nueva dinastía a la que entronizar.

Paul y Angulo dirigió un periódico titulado El Combate, donde dejó consignado que había que matarlo en la calle. Sabemos que sus ayudantes, testigos presenciales del atentado, afirmaron que el general identificó la voz del que mandaba a los asesinos como la de Paul y Angulo. El diputado republicano huyó de España y ya no regresó jamás.

El duque de Montpensier tenía motivos sobrados para desear la muerte de Prim. Era el valladar contra el que se habían estrellado sus ambiciones de convertirse en rey tras el destronamiento de su cuñada, operación que financió con cuatro millones de reales. Pero lo impidió el rechazo de Prim a la dinastía borbónica, según él resabiada con los vicios del Antiguo Régimen y con representantes como Fernando VII o Isabel II.

Se opuso frontalmente a que alguno de sus miembros volviera a ocupar el trono. Las intrigas de Montpensier llevaron a que en el proceso judicial su secretario, Solís y Campuzano, fuera encarcelado, al apreciar el juez la evidencia de algunas pruebas que lo incriminaban en los manejos e intrigas que condujeron al atentado de la calle del Turco.

Otro tanto ocurre con el general Serrano, regente de aquella monarquía sin rey que era la España del momento, cuyas aspiraciones lo llevaron a que se plantease ceñir la corona y se postulase como candidato al trono. El rechazo de Prim a sus pretensiones hizo que no se presentara a la votación que las Cortes efectuaron para elegir monarca en noviembre de 1870, donde resultó proclamado Amadeo de Saboya cuya candidatura apoyaba Prim.

El jefe de su escolta, José María Pastor, también fue procesado y encarcelado. La viuda de Prim, doña Teresa Agüero, opinaba que Serrano había sido el inductor del atentado. También lo acusó Paul y Angulo en un opúsculo escrito desde su exilio parisino, muchos años después del asesinato del general.

Con esos ingredientes, Prim ofrecía un magnífico perfil para convertirse en protagonista de una novela que recogiera los entresijos políticos de aquella España en la que el general buscaba una nueva dinastía que encarnara el espíritu que alentó la revolución: soberanía nacional, sufragio universal y poder únicamente representativo de la Corona.

Acontecimientos de la época hay muchos. Es el caso del duelo protagonizado por el infante don Enrique de Borbón, cuñado de Isabel II (era hermano de don Francisco de Asís, popularmente conocido como "Paquito Natillas") y por el duque de Montpensier, también cuñado de la reina al estar casado con su hermana la infanta Luisa Fernanda. El duelo tuvo notables consecuencias políticas. También es histórica la monumental bronca que provocó el estreno de Macarroni I, título de una obra de tono burlesco, dedicada a Amadeo de Saboya; la representación acabó a palos con la intervención de la famosa "partida de la porra", poniendo de relieve la pasión política del momento, donde se enfrentaban republicanos y monárquicos, y entre las distintas familias del republicanismo y las diferentes facciones monárquicas. Lo hacían al hispánico modo: todos contra todos.

José Calvo Poyato


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