Un buen ejemplo del irracionalismo ecologista lo encontramos en el famoso y fracasado "Día sin coches", esto es, en la ofensiva contra uno de los más claros símbolos del bienestar occidental y de la globalización.
Si nos detenemos a pensar en qué consiste la tan mentada globalización entenderemos que el trabajo y las mercancías se trasladan de un lugar a otro con mayores facilidades. El empresario ya no tiene que servir exclusivamente a sus conciudadanos, sino que puede vender en Europa o en China. El trabajador polaco no tiene por qué quedarse en su país, donde los sueldos son más reducidos que en Alemania.
Todo ello se debe, claro está, a unos sistemas de transporte y comunicación más eficientes, que permiten a los individuos abastecerse de aquello que necesitan en un tiempo mucho más corto. Los trenes, los caminos, los aviones, los barcos, las líneas telefónicas o internet permiten una inmediata comunicación y un veloz transporte.
El coche emerge como una muestra palpable, visible y clara de los beneficios del capitalismo y de la globalización.
El automóvil permite a cada individuo experimentar directamente y por sí mismo los sentimientos de libertad y de progreso.
Un ciudadano puede no entender cuáles son los beneficios de unos trenes o camiones más veloces, en tanto que la provisión de mercancías en los supermercados parece algo automático.
En cambio, es obvio que todo el mundo siente que el coche le permite desplazarse allí donde quiera y cuando quiera. No necesitamos perder ingentes horas de nuestra vida en acudir al pueblo de al lado; no tenemos por qué trabajar en el mismo vecindario; podemos acudir a las zonas festivas aun cuando se encuentren a kilómetros de nuestra vivienda.
Esta sencilla pero fundamental autonomía ha convertido el coche en objeto de culto y veneración para muchos individuos. Quieren coches más rápidos, más seguros y más bellos. Para el ciudadano occidental, el coche –junto con la comida, el vestido, la vivienda y, en cierto modo, la televisión y el teléfono– es uno de los elementos más importantes de su vida.
Piensen, simplemente, en cuáles son los primeros bienes que casi todo el mundo intenta adquirir: sin duda, el coche está entre ellos.
No sólo eso, el automóvil es un producto de la ciencia y de la razón humana, usadas para mejorar la vida de los demás. Un producto en apariencia elitista pero que, gracias a los métodos de producción capitalistas, se ha conseguido extender a las masas.
En otras palabras, el coche es un producto de la razón y del capitalismo que amplía la capacidad de elección del ser humano y, por tanto, su felicidad.
La ofensiva no proviene solamente del Día sin Coches, también de varios impuestos, dirigidos a aminorar su uso (matriculación, circulación o sobre hidrocarburos), encareciendo y alejando de las masas un bien que el capitalismo había generalizado. Las excusas son variadas –la contaminación y el calentamiento global, la histérica escasez del petróleo o su superior siniestralidad– y a la postre irrelevantes.
Los enemigos del automóvil –que a su vez son enemigos de todo lo que el automóvil representa: la ciencia, la razón, el capitalismo, la autonomía y el bienestar– insisten en que debemos cambiar nuestros hábitos y nuestra vida.
No voy a ser yo quien diga, y mucho menos imponga, a los demás qué medio de transporte es el más adecuado para sus vidas. Mucha gente considera más sano desplazarse en bicicleta, incluso disfruta haciéndolo. Es algo totalmente comprensible y lícito: cada persona tiene unos fines, y para satisfacerlos selecciona los medios más adecuados.
El problema es que, por ese mismo razonamiento, tampoco tiene sentido imponer el uso de la bicicleta a todas aquellas personas que prefieren el coche.
Repito: cada cual tiene libertad para seleccionar los fines que juzga más adecuados.
Así mismo, es evidente que el desmedido clamor por el uso del transporte público tiene mucho de pulsión colectivista.
Primero, decenas de personas se apilan como ganado en un mismo compartimiento.
Segundo, el individuo pierde la capacidad de adaptar el medio de transporte a sus gustos (no podemos decorar el metro, ni poner la música que nos gusta por los altavoces).
Tercero, la autonomía del automóvil no es comparable a la del medio de transporte de masas; por mucho que las rutas mejoren, es evidente que ni los trenes, ni los autobuses, ni los metros serán capaces de dejarnos "en la puerta" de nuestro destino.
El transporte colectivo, por su propia naturaleza, se dirige hacia puntos comunes y de tránsito. Sólo a través del transporte individual (pies, bicicleta, ciclomotor o coche) somos capaces de trasladarnos desde esos puntos de encuentro hasta nuestros destinos particulares.
Cuarto, el transporte colectivo también reduce la privacidad e intimidad de la que podemos gozar en un automóvil: nos expone a la mirada de todos los acompañantes.
Desde luego, el transporte público puede ser muy útil (especialmente cuando la construcción de carreteras sigue siendo una tarea del Estado y, por tanto, los atascos son harto frecuentes), pero debe tratarse de una elección libre, no de una imposición moralizadora.
Afortunadamente, todos estos motivos han provocado que el Día sin Coches se convierta, año tras año, en un rotundo fracaso.
Puede que una parte de la población, haciendo alarde de progresismo y "conciencia social", afirme estar de acuerdo con sus reivindicaciones últimas. De la misma manera que nadie está dispuesto a renunciar a la lavadora o al frigorífico, el coche constituye un elemento indispensable para nuestra vida cotidiana. Eliminarlo supone un frontal ataque a nuestro bienestar y a nuestra autonomía; la mayoría de la población sigue negándose a suicidarse.
Quizá por ello, las Administraciones –como representantes de un interés colectivo que a nadie interesa– imponen su práctica cortando a la circulación los centros de la ciudad.
Desde luego, esto sirve para ilustrar cómo la propiedad pública de las calles provoca comportamientos despóticos y caciquiles que, en algún momento, podrían empeorar (por ejemplo, todas aquellas leyes dirigidas a prohibir intermitentemente la circulación de los coches con matrícula par).
Vemos cómo los ecologistas no dudan en moralizar al mundo a golpe de pistola, es decir, utilizando la omnipotencia estatal para prohibir y restringir el uso del coche. No son equivocados predicadores que pretendan convencer a la sociedad de que tiene que cambiar de costumbres; lo suyo no es la persuasión, sino el uso de la fuerza.
El ecologismo puja por reducir la ciencia a un catastrofismo al servicio del poder político, por impedir el uso de la razón para la satisfacción de las necesidades del individuo, por impedir la elección y el uso de los mejores medios para alcanzar nuestros fines y por subordinar al género humano a la naturaleza.
Practicando el irracionalismo más disparatado, los ecologistas pretenden que el hombre se coloque al servicio de las plantas, los insectos, las ranas o las bacterias.
Como dijo Al Gore, no queda claro que la vida humana posea un valor superior al de los árboles. De hecho, muchos ecologistas ya han decidido que tiene un valor incluso inferior.
El ataque contra el coche representa un ataque contra nuestro modo de vida y nuestra naturaleza humana. Un claro síntoma de la terrible enfermedad intelectual llamada "ecologismo".
izquierda,automovil
Lo peor de lo extremoso es el fundamentalismo.
ResponderEliminarMe cuesta hilvanar porque es una cosa demasiado tonta.
Entiendo que debemos afanarnos en la búsqueda de la menor polución.
Es verdad que la aceleración de la contaminación nos amenaza, pero igual hay que buscar un equilibrio racional.
Tendemos a la mas absoluta de las comodidades.
Esto molesta a los ecologistas.
Es decir, nuestras abuelas usaban remedios caseros.
Ya no podemos, ni debemos, por muy eficiente que se nos pinte...
Insisto, a la modernidad hay que buscarle la vuelta. Sin sobreactuar.
Abrazos
Lo mas irracional de los ataques contra el uso del automóvil está en la devaluación de las consecuencias económicas que supone,para cualquier pais en general y sobre todo para ESPAÑA en particular, la industria del automóvil.
ResponderEliminarNo quiero ni imaginar las consecuencias de que alguna de las fábricas de coches implantadas aquí levantara suss instalaciones.
Claro que a lo mejor los ecologistas batirían sus palmas, pensando en repoblar los terrenos de la fabrica con bichejos y plantas en peligro de extinción.
Pero es inútil predicar cordura a esta gente; son unos fundamentalistas ilusos.