13 junio 2008

NOS REPRESENTAN LOS PEORES


Los señores diputados siempre viven bien, suban los carburantes, la luz o las hipotecas. El paro y la inflación siempre son otros quienes lo sufren.

Un diputado culiparlante, de esos que sólo va a votar, gana 3.126,52 € al, mes, cantidad a la que hay que añadir el complemento de 1.823,86 € de gastos de desplazamiento y manutención si residen fuera de Madrid, 870,56 € para los electos por Madrid.

Es decir se meten a la andorga 5.000 euros todos los meses, pero es que además por razón del cargo o pertenencia a comisiones, pueden obtener otro complemento de hasta 3.000 euros más.

Nacionalistas y socialistas quieren rebajar la jornada laboral de los señores diputados. En vez de tres días a la semana, sólo dos, los martes y los miércoles. Se elimina así la jornada del pleno de los jueves.

Así los señores diputados empezarían su fin de semana el miércoles al salir del Congreso y se prolongaría hasta su regreso los martes.

¿No esta mal eh? Esa es la propuesta de Bono, que PNV, CiU, ERC y BNG se han apresurado a respaldar.

Lo gordo es que aún hay tontainas que se creen ese cliché de políticos de derechas capitalistas y defensores de los intereses de los privilegiados y políticos izquierdistas defensores de los débiles y desfavorecidos.

Van listos, no tienen más que repasar la cuenta de resultados de sus iconos “progres”, desde políticos a artistas o periodistas, Felipe González, Boyer, Solchaga, Cebrian, Ana Belen, Buenafuente, Sarda, Sopena etc. etc. y buscar en qué han favorecido alguna vez a esos trabajadores que dicen defender.

A propósito de esto, un analista explica el "Por qué suben los peores."

Algunos piensan que los peores rasgos del socialismo se deben a simples accidentes históricos, a que fueran individuos de baja catadura moral los que organizaron el sistema.

Pero hay razones para creer que estos rasgos no son accidentales sino fenómenos que un sistema totalitario tiene que producir tarde o temprano.

Al igual que un estadista que quiera planificar se verá enfrentado a la necesidad de adquirir poderes dictatoriales o renunciar a sus planes, el dictador totalitario tendrá que optar entre la renuncia a los valores morales ordinarios o el fracaso. Es por esta razón que en una sociedad que tienda al totalitarismo tendrán más éxito los sin escrúpulos. Quien no comprenda esto, no comprenderá el abismo que separa al totalitarismo del régimen liberal, la diferencia de atmósfera moral entre el colectivismo y el carácter esencialmente individualista de la civilización occidental.

En momentos de confusión, muchas veces se experimenta fatiga con los procedimientos de la democracia, con el carácter lento e intermitente de un progreso que tiene que conseguirse sobre la base de múltiples transacciones entre diferentes contradicciones. Es en esos momentos cuando se experimenta la necesidad de una dirección fuerte, que arrastre y que consiga resultados.

Lo normal en una democracia e, inclusive, dentro de los mismos partidos, es la diversidad de opiniones. Esto es perfectamente normal. Mientras más alto el nivel de educación y cultura, más tienden a diferenciarse las opiniones. Es por esto, precisamente, que en una democracia cualquier grupo puede ganar una fuerza desproporcionada en relación con el número de sus militantes gracias al apoyo total de sus seguidores.

Históricamente, ha habido momentos en que todos los partidos democráticos (burgueses) se han enfrentado a grandes emergencias nacionales que han debilitado las instituciones y en los que la desmoralización y la desesperación llevan a las masas a pedir cambios a toda costa.

En esos momentos, la existencia de un grupo que tenga una visión universal y que parezca tener una respuesta para todos los problemas, puede convertirse en una fuerza política decisiva. En este momento, lo que hace falta para capturar el poder es una organización política con un apoyo particularmente firme. Apoyo que no es tanto en votos de la masa, sino el del apoyo sin reservas de un grupo más pequeño pero mejor organizado.

Originalmente, el espíritu democrático de los partidos socialistas de Europa esperaba a que una mayoría estuviera de acuerdo a su plan para reorganizar el conjunto de la sociedad. Pero algunos comenzaron a sospechar que en una sociedad planificada, lo importante no era en qué estaba de acuerdo la mayoría del pueblo, sino cual era el mayor grupo que estuviera lo suficientemente de acuerdo para hacer posible una dirección centralizada, total, efectiva o, si ese grupo no existiera, cómo podía crearse.

Pero ¿qué puntos de vista morales tenderá a producir una organización colectivista de la sociedad? ¿Cuales serán las cualidades más a propósito para llevar a los individuos al éxito en un sistema totalitarios?

Hay varias razones por la que la tendencia será a que esos grupos no estén formados por los mejores sino por los peores elementos de la sociedad. El primer lugar, mientras mayor sea la educación y la inteligencia de la gente, más diferenciados serán sus gustos y sus puntos de vista, y menos probable que puedan estar de acuerdo en una gama muy amplia de valores.

Por el contrario, para encontrar esa unanimidad, hay que descender a los niveles más bajos, donde prevalecen los gustos e instintos más primitivos.

El mayor número de personas con valores muy similares será el grupo de los niveles más bajos. Lo que une al grupo es el mínimo común denominador. Los miembros del partido totalitario serán los que menos convicciones tengan, los más crédulos, los mas dispuestos a aceptar un sistema de valores preestablecidos con tal de que se le repita con la suficiente frecuencia.

Y en tercer lugar, parece ser una ley de la naturaleza humana que es más fácil para la gente estar de acuerdo en un programa negativo que en uno positivo. El contraste entre ellos y nosotros, la lucha entre los de adentro y los de afuera, parece ser un ingrediente indispensable en cualquier credo que quiera unir sólidamente a un cierto grupo.


Por otra parte, si la comunidad es anterior al individuo y si sus fines son independientes y superiores a los de los individuos, entonces sólo los individuos que trabajen para esos mismos fines comunitarios podrán ser considerados como miembros de la comunidad. Su valor se derivará de esta pertenencia a la comunidad y no de su calidad personal.

En realidad, entre los factores que tienden al colectivismo está ese sentimiento de inferioridad que impulsa al individuo a identificarse con un grupo y, por lo tanto, ese sentimiento sólo será satisfecho si la pertenencia al grupo le proporciona alguna superioridad sobre los que no forman parte del mismo.

Como decía Reinhold Niebuhr: “Existe una creciente tendencia entre los hombres modernos de imaginarse a sí mismos éticos porque han delegado sus vicios en grupos más grandes”. Delegar en un grupo parece liberar a las gente de las restricciones morales que controlan su comportamiento como individuos.

Mientras que los grandes filósofos del individualismo dentro de la gran tradición liberal han considerado siempre al poder como un peligro para la libertad del hombre, los colectivistas lo han considerado como un bien en sí mismo.

Esto se deriva de su deseo de organizar a la sociedad de acuerdo a un plan unitario. Para poder conseguir una reorganización radical de la sociedad, los colectivistas necesitan disponer de un poder sin precedentes. En contraste, el vilipendiado poder económico nunca llega a ser un poder sobre la vida de las personas.

De la necesidad de un sistema de objetivos comúnmente aceptados, y del deseo de darle el máximo de poder a un grupo para conseguir esos objetivos, se desprende un sistema de valores que excluye una moral universal, válida para todas las circunstancias. Es algo similar al caso del imperio de la ley.

Las reglas de la ética individual, aunque imprecisas, son absolutas y prohíben ciertos tipos de acciones, independientemente de que las intenciones sean buenas o malas. Estafar, torturar, traicionar la confianza, son malas acciones independientemente del objetivo al que sirvan. Aunque a veces tengamos que escoger entre distintos males, siempre los consideraremos como males.

El principio de que el fin justifica los medios, en al ética individualista significa la negación de la moral, pero en la ética colectivista representa la ley suprema. El principo de la razón de estado en las relaciones entre los países, es aplicado por el estado colectivista a las relaciones entre los individuos.


A los buenos alemanes se les tenía por industriosos, disciplinados, conscientes, responsables, ordenados, con sentido del deber, con respeto de la autoridad y disposición para el sacrificio. Eran un excelente instrumento para ejecutar órdenes.

Pero de lo que el “alemán típico” carecía es de las virtudes individualistas de la tolerancia, de la independencia de pensamiento y de la disposición a defender las convicciones propias, de la consideración por los débiles y de una cierta aversión por el poder que sólo una vieja tradición de libertad personal ayuda a crear.

También es deficiente en cualidades menores, pero importantes, como la bondad, sentido del humor, modestia, respeto por la privacidad y creencia en las buenas intenciones de los demás. Estas son virtudes que facilitan los contactos sociales y que no sólo hace superfluo el control externo, sino que lo dificultan. Son virtudes que han florecido siempre en sociedades individualistas o comerciales, y que son raras en las sociedad colectivistas o de tipo militar.


Pero aunque la masa de ciudadanos pueda mostrar devoción altruista, no se puede decir lo mismo de los que dirigen ese proceso. Para ser útil en la dirección de un estado totalitario, no basta con que el individuo tenga que estar preparado para justificar cualquier acción canallesca; él mismo tiene que estar dispuesto a quebrantar toda regla moral para poder alcanzar los fines que se le han asignado.
Tiene que estar absolutamente comprometido con la persona del líder y, después de este principio vital, tiene que ser un hombre literalmente capaz de todo. En una sociedad totalitaria, las ocasiones en las que hay que deliberadamente engañar, intimidar y ser cruel son numerosas.

Evidentemente, es muy probable que esas posiciones sean ejercidas por individuos naturalmente afines a las mismas. Los únicos gustos personales que el funcionario de un sistema totalitario puede satisfacer plenamente son los de ser obedecido y el de formar parte de un aparato enormemente poderoso al que todo el mundo tiene que obedecer.

Friedricch A. Hayek.
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