Su grandeza de espíritu les impide tomar partido e implicarse en groseros enfrentamientos mundanos. Por eso, nunca los veréis contaminarse con ideas que contengan convicciones algo enérgicas que no se limiten a una encendida defensa de la libertad de mercado.
Y si alguno de ellos, crípticamente, llega a insinuar la conveniencia de que, por ejemplo, no se trocee excesivamente la nación, no es tanto por un mezquino sentimiento patrioteril sino por el grave quebranto que se podría derivar de una ruptura para sus elevados intereses.
Saben bien que, al igual que ellos, el dinero no tiene patria ni bandera; y este proverbial criterio de sabiduría práctica les conduce siempre al triunfo gane quien gane unas elecciones, o una guerra. Pero que nadie interprete de esto que viven al margen de la cosa pública, porque como de sus largas y calculadoras manos depende la financiación de las campañas electorales y los préstamos para la supervivencia de los partidos y otras instituciones no menos importantes, lógicamente adoran el sistema partitocrático.
Y este amor desmedido les lleva a perdonar las deudas a sus deudores, sobre todo cuando los deudores son los partidos políticos con mando en plaza.
Tan evangélicos son que cuando asisten a la iglesia y les toca escuchar (¡mala suerte!) la lectura de uno de esos discursos de fuego como las palabras de Jesús sobre los ricos, la aguja y el camello, ni siquiera pestañean en sus asientos. Todo eso no va con ellos. Va contra la miserable humanidad que se aferra a sus cuatro dineritos y es capaz de maldecir al cielo cuando les ejecutan la hipoteca. Pero ellos no; ellos nunca se preocuparán por las riquezas de este mundo: tienen su corazón tan desprendido de los bienes terrenales que ni siquiera encontraríamos monedas en sus bolsillos.
Y lo más llamativo es que toda esa cohorte de benéficas virtudes que constituyen la sólida personalidad de nuestros admirados banqueros, nace del ejercicio de un negocio bien sencillo: prestar a unos un dinero que otros previamente han depositado; y, caso de que los primeros no lo devuelvan con generosos intereses, el banco, la banca, siempre sabe cómo resarcirse porque, casualmente, las leyes miman a nuestros benéficos "generadores de riqueza y creadores de empleo". Pero si alguna vez cometen un desliz o distracción en el desempeño de sus labores, suelen contar con la humanitaria comprensión de los poderes del Estado (¡hoy por ti, mañana por mí!) para quedar finalmente exonerados de sus responsabilidades, salvo que se trate de algún despistadillo advenedizo que equivoque su rumbo intentando acceder al santuario de los elegidos y entre todos lo señalen como presa.
Pero se me escapan muchas de las claves para acceder a tan eximio estatus: ¿cómo conocer la llamada vocacional a tan suprema actividad?, ¿en qué colegios convendría matricularse de pequeñín?, ¿qué estudios universitarios se deberían cursar? (¿existe la carrera universitaria de banquero?), ¿de qué amistades habría que rodearse?…
Considero que existe "un déficit de información" al respecto (felizmente se me adhieren algunos de sus modos de expresión), y por eso la gente no se anima a dar el pasito. Aunque un dato algo inane me confunde: prácticamente todos los bancos están en manos de las mismas familias (apellido más, apellido menos) generación tras generación, desde hace muchos años.
¿Quizás la pertenencia a esta benéfica profesión, al igual que sucede con otras también muy nobles y elevadas, viene determinada por una selectiva información genética?
Miguel Angel Loma
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