En Bailén, el 19 de julio de 1808, dos meses y medio después del 2 de Mayo, a las águilas de Bonaparte les hicieron cagar las plumas. Por primera vez en la historia de Europa, un ejército napoleónico tuvo que rendirse después de un partido de infarto, en el que nuestra selección nacional –tropas regulares, paisanos armados y guerrilleros– aguantó admirablemente los dos tiempos y la prórroga.
También es verdad que fue la única vez que ganamos la copa, pues luego los franceses nos dieron siempre las del pulpo; o ganamos, cuando lo hicimos, con ayuda de las tropas inglesas que operaban en la Península.
Si algo demostramos los españoles durante toda la campaña fue que para la insurrección y el dar por saco éramos unos superdotados, pero que a la hora de ponernos de acuerdo y combatir organizados no había quien nos conciliara.
Paradojas de la guerra: por eso los gabachos nunca pudieron ganar. Acostumbrados a que alemanes o austriacos, por ejemplo, después de derrotados en el campo de batalla, se pusieran a sus órdenes con la policía y todo, preguntando muy serios a quién había que meter en la cárcel por antifrancés, no comprendían que los españoles, derrotados un día sí y otro también, no terminaran de rendirse nunca; y encima, en los ratos de calma, se incordiaran y mataran entre ellos mismos.
Al hilo de todo esto, un historiador británico se lamentaba hace poco de que aquí conmemoremos el bicentenario de aquella guerra
con poco agradecimiento al papel que las tropas inglesas tuvieron en ella; ya que fueron éstas las que proporcionaron ejércitos disciplinados y coordinaron, con Wellington, las más decisivas operaciones.
Y tiene razón ese historiador. En batallas y asedios, Bailén y los sitios aparte, la contribución británica fue decisiva. Lo que pasa es que de ahí a que los españoles deban agradecerlo, media un trecho.
En primer lugar, los ingleses no desembarcaron para ayudarnos a sacudir el yugo francés, sino para establecer aquí una zona de continuo desgaste militar para su enemigo continental. Además, y salvo ilustres excepciones, su desprecio y arrogancia ante el pueblo español que se sacrificaba en la lucha fueron constantes, compartidos por la mayor parte de los historiadores británicos de entonces y de ahora.
Por último, las tropas inglesas en suelo español se comportaron, a menudo, más como enemigas que como aliadas, cebándose en la población civil. Eso, manifestado ya durante la desastrosa retirada del
general Moore en La Coruña, se evidenció en
los saqueos de Ciudad Rodrigo, Badajoz y San Sebastián.
Y no hablo de trincar unas monedas y un par de candelabros.
Sin olvidar la memoria local de los lugares afectados, donde todavía recuerdan los tristes días de la liberación británica. En
Ciudad Rodrigo, por ejemplo, la toma de la ciudad a los franceses fue seguida de una borrachera colectiva –extraño, tratándose de ingleses–, asesinatos, saqueo de las casas de quienes salían a recibir alborozados a los libertadores, y violación de todas las señoras disponibles.
Wellington atribuyó los excesos a que era la primera vez que sus tropas liberaban una ciudad española, y estaban poco acostumbradas; pero la cosa se repitió, aún peor, en la toma de
Badajoz, donde 10.000 ingleses borrachos saquearon, violaron y mataron españoles durante dos días y dos noches, y culminó en
San Sebastián, donde al retirarse los franceses y salir los vecinos a recibir a los libertadores, éstos se entregaron a una orgía de violencia, saqueos y violaciones masivas que no respetó a nadie. Luego vino el incendio de la ciudad: de 600 casas, de las que sólo 60 habían sido destruidas durante el asedio, quedaron 40 en pie.
Habría sido ahí muy útil la feroz disciplina que, más tarde, Wellington impuso a las tropas que lo acompañaron en la invasión de Francia, cuando fusilaba sin contemplaciones a todo español que cometía algún exceso como revancha contra los franceses.
Puestos a eso, la verdad, simpatizo un pelín más con los gabachos. Al menos ellos saqueaban, mataban y violaban porque eran enemigos, tomando al asalto ciudades donde hasta los niños te endiñaban un navajazo.
Los súbditos de Su Graciosa son harina de otro costal: iban a lo suyo y los españoles les importaban un carajo. Así que, en lo que a mí se refiere, que a Wellington y las tropas inglesas los homenajee en Londres su puta madre.
ARTURO PEREZ REVERTE
NOTA DEL BLOG
El británico
Graham dispuso el asedio (3 de julio) a
San Sebastián, que fue tomada, al cuarto asalto, a partir del flanco de la muralla del Urumea hoy denominado y desde entonces "la Brecha",
el 31 de agosto de 1813, sin que pesara sobre los asaltantes y sus mandos superiores el menor escrúpulo sobre la suerte de la población civil donostiarra.
La lluvia de proyectiles procedió de las baterías de Ulia, el Chofre, San Bartolomé e isla de Santa Clara. La soldadesca desmandada
saqueó durante una semana la ciudad, mató a más de mil habitantes, sometió a tortura a los sospechosos de guardar dinero o alhajas, violó mujeres y pegó fuego a los edificios, ayuntamiento (con su archivo) y consulado incluidos.
Sólo se salvaron de la catástrofe los habitantes que se habían refugiado ya en otras localidades o en sus residencias de campo, las dos parroquias (San Vicente y Santa María), San Telmo y las
36 casas que bordeaban el castillo (hoy calle 31 de agosto)
de las más de 600 casas y palacetes que componían el vecindario. El resto de la población, los barrios extramurales de San Martín, Santa Catalina, San Francisco y el Antiguo, fueron también destruidos durante el asedio.
El 8 de septiembre capituló el castillo; Wellington, sordo a la tragedia civil, permitió que Lord Lidenoch, al mando de la tropa asaltante, fuera condecorado...
Desde entonces,
cada 31 de Agosto la ciudad apaga todas sus luces al oscurecer y enciende velas, para rememorar lo que hicieron los hijos de puta libertadores ingleses. Se llevaron, en interminables filas de carretas cargadas de joyas y objetos de valor, todo lo que saquearon, y los descargaron en barcos británicos sitos en el puerto.
Tellagorri
nuestros aliados ingleses