El 27 de enero de 1945, soldados del Ejército Rojo que pertenecían al primer frente ucraniano franquearon las puertas del mayor, peor y más letal campo de exterminio que haya conocido la humanidad.
Era un típico día de invierno en el sur de Polonia, la nieve lo cubría todo y aún se podía respirar el humo que salía de los crematorios, que las SS habían dinamitado para borrar las huellas del crimen. Todo lo que se encontraron los soviéticos fue una masa informe de almas deambulantes y esqueléticas que iban sin rumbo de un lado a otro, en espera de su inevitable final.
En trenes de ganado, cientos de miles de personas fueron conducidas a estos campos y liquidadas casi en el acto.
El método era tan sencillo y, a la vez, tan perverso que causa escalofríos sólo describirlo.
Nada más llegar al campo, los pasajeros descendían de los vagones y eran divididos en tres categorías: mujeres, hombres y niños. Nada hacía pensar a las víctimas su inevitable final. El engaño era absoluto.
En Treblinka, por ejemplo, los alemanes crearon un bello decorado para la estación de llegada. Desde los trenes se veían casitas de madera rodeadas de jardín y junto al bosque. La estación propiamente dicha semejaba un pequeño apeadero de pueblo, con su preceptivo reloj, que, al carecer de mecanismo, marcaba siempre las tres de la tarde.
Muchos de los que llegaban al matadero pensaban que ése era el lugar que Hitler había elegido para reasentar a la comunidad judía, en el confín oriental del Gran Reich. Las casitas eran reales, pertenecían a los oficiales del campo, pero la estación era un ramplón decorado de cartón piedra.
Una vez separados por sexos se les llevaba a un área específica, donde debían desnudarse y dejar todas sus pertenencias. A cambio se les entregaba un cordel, con el que debían anudar sus zapatos; para que creyeran que, tras la desinfección, iban a recuperarlos.
Vana ilusión: tras desprenderse de todo pasaban a un patio, donde guardias de las SS les azotaban con látigos para que fuesen entrando en una cámara cerrada herméticamente. Les hacían correr para que, fatigados, inhalasen más aire dentro de la cámara. Allí, la máquina de la muerte se ponía en marcha.
Los guardias encendían un motor diésel, conectado por un tubo a la cámara. En pocos minutos todo había acabado. Se abría entonces la cámara y unos equipos (los Sonderkommando), formados por judíos, entraban a limpiar la estancia de cadáveres.
Volvían a registrar los cuerpos uno a uno, por si habían escondido alhajas en la boca, el recto o la vagina. Una vez hecha esta comprobación los trasladaban a las fosas comunes, donde eran enterrados en hileras cubiertas de cal. Todo el proceso se había desarrollado con exactitud de relojero: en menos de cuatro horas, a contar desde la llegada al campo, los judíos habían sido ejecutados y enterrados.
Esa era, al menos, la ilusión de los que habían diseñado el sistema. Lo cierto es que no siempre fue así. Los comandantes de los campos, poseídos por un instinto asesino propio de psicópatas, forzaban la maquinaria constantemente.
En Belzec, su comandante, Cristhian Wirth, apodado el Salvaje, pronto superó la capacidad de exterminio de su campo y tuvo que solicitar a Berlín la construcción de nuevas cámaras. Wirth era el modelo de oficial de las SS que siempre quiso tener Himmler: un asesino implacable y tenaz que no ahorraba sufrimientos a los judíos que le había tocado exterminar. En su campo decidió que el gas de las cámaras fuese el monóxido de carbono; pero no el proveniente de bombonas, sino el de un motor de explosión. Así provocaba una muerte más lenta, una dolorosa agonía que hacía las delicias de este demente.
En Sobibor, el campo tuvo que ser cerrado durante dos meses, en el verano de 1942, para que se reordenasen las líneas férreas, que habían quedado colapsadas con los convoyes de la muerte.
Treblinka fue el emblema de los campos de la Aktion Reinhard. Entre sus alambradas se asesinó a casi un millón de judíos. Tal fue el ritmo que se imprimió a las labores de exterminio que el caos generado desembocó en una rebelión interna, la única de envergadura que tuvo lugar en los campos nazis.
El comandante de Treblinka era el médico Irmfried Eberl, un trastornado que se empeñó en batir todos los récords de genocidio para hacer méritos en la cancillería del Reich. A sus órdenes se encontraba Kurt Franz, llamado Lalka por los judíos que servían en el campo, el verdadero alma de Treblinka.
Todos los hombres tenemos un entorno en el cual nos encontramos a nuestras anchas: el de Lalka era Treblinka. Se vanagloriaba de poder matar a 6.000 judíos en sólo 76 minutos, tiempo que se había tomado el trabajo de cronometrar. Bajo su supervisión directa se llegaron a despachar hasta cuatro trenes diarios llegados de Varsovia, con 25.000 personas a bordo.
Aunque los atónitos soldados que habían llegado al campo todavía no lo sabían, en aquel rincón perdido y abandonado de la mano de Dios se había perpetrado el mayor asesinato en serie de la historia. Su nombre: Auschwitz-Birkenau. Su razón de ser: exterminar a un pueblo entero, borrarlo de la faz de la tierra; en silencio, dejando como único testigo las tupidas aguas del río Sola, adonde habían sido arrojadas, día tras día y durante años, las cenizas de los que morían de hambre, a manos de los guardias o en las cámaras de gas.
El balance era estremecedor. En el campo principal, el de Auschwitz, sólo quedaban unas mil personas con vida; en el de Birkenau, la factoría de la muerte, 6.000; en el tercero, el de Monowitz, dedicado al trabajo esclavo, 600, que se refugiaban como animales asustados en la fábrica de IG Farben, una de las empresas alemanas que se habían aprovechado de la abundante mano de obra que proporcionaba el Reich. Menos de 8.000 supervivientes en un lugar donde, en menos de un lustro, habían sido asesinadas a mansalva más de un millón de personas inocentes.
Aunque el de Auschwitz fue uno más de toda una constelación de campos consagrados al exterminio, es, por méritos propios, el símbolo inmortal del Holocausto, del asesinato premeditado y planificado de millones de seres humanos, condenados a muerte por el mero hecho de ser judíos.
En su interior se dio cita toda la crueldad y la infamia que puede caber en el alma humana. Nuestra lengua carece de adjetivos para aproximarse siquiera al dolor y al sufrimiento que unos fanáticos infligieron gratuita y concienzudamente a un millón largo de inocentes.
Tellagorri
nosepuede,olvidar,barbarie
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ResponderEliminarEstimado Javier:
ResponderEliminarnadie tiene derecho a tomar la vida de los demás. Y si lo hace, debe pagar por ello.
Va otra crónica del horror.
http://www1.yadvashem.org/es/index.html
Pués ya ves, Tellegorri, todavía hay gentes capaces de ponerse una venda en los ojos o de justificar este ignominioso crimen contra la humanidad...Y lo que es peor, hasta de negarlo, poniendo como procaz excusa la inexistencia de ADNS o paridas por el estilo...Tras las ideologias, simples trajes a medida para cubrir nuestros complejos, queda nuestra verdadera condición...Y llegados aquí, poco queda que rascar...cada uno es lo que es...
ResponderEliminarCHARNEGUET, gracias por tu opinión, que coincide con la mía.
ResponderEliminarConsidero que de vez en cuando es conveniente escribir posts recordando estas cosas, para que los jóvenes y algunos maduros se enteren.
Cordiales