13 agosto 2008

SIGLO XVIII en ESPANA



Los ilustrados o LIBERALES fundaron Sociedades de Amigos del País desti­nadas a catequizar a sus compatriotas sobre los beneficios de la libre empresa y a divulgar las modernas técnicas agrícolas y ar­tesanales. Estas propuestas hallaron escaso eco. España ya era, irremediablemente, diferente.

En otros países, los ilustrados habían impulsado sus reformas apoyándose en una activa e in­quieta clase media. En España esa clase que debía suministrar los misioneros del progreso no existía.

El nuestro seguía siendo un país campesino, inculto y atrasado, con un pueblo cerril im­permeable a toda idea renovadora. Además, había que contar con el inmenso poder de la Iglesia, gran enemiga de toda inno­vación, y con la resistencia de la nobleza, anclada en sus privile­gios de clase.

El rústico cacique se cerró al progreso, adoctrina­do por el cura en pausadas tertulias de bizcocho y chocolate, en el cuarto de respeto, con señoras de misa y comunión diaria en­lutadas y dignas.
La Iglesia tenía una fuerza tremenda y no es­taba por la labor de acatar ideas disolventes llegadas de Francia, donde eran enarboladas por ateos y librepensadores de la calaña de Voltaire y Rousseau.

La Revolución francesa, con su secuela de subversión social y aniquilamiento de la aristocracia vino a dar­les la razón desde su particular punto de vista.

Ningún ministro ilustrado se atrevió a lidiar el inmenso toro negro de la Iglesia. Juntando mucho valor, a todo lo que llega­ron fue a expulsar a los jesuitas (una medida que ya habían to­mado Francia y Portugal), lo que, a la postre, no trajo conse­cuencia alguna, porque la pluriforme y adaptable Iglesia siguió obstaculizando el progreso.

La renovación económica no tuvo más suerte que la social.

Naturalmente los ilustrados propusieron una reforma agraria que pusiera a producir a las grandes fincas mal cultivadas o dedi­cadas a dehesa ganadera en Andalucía, Castilla y Extremadura.

La idea era buena pero no hubo gobierno que se atreviera a po­nerle el cascabel gato. La gran aristocracia y la Iglesia, pro­pietarias de la tierra, eran todavía dos escollos formidables contra los que ningún ministro quería hacer naufragar su carrera política.

La Iglesia había acumulado un gigantesco patrimonio agrícola procedente de donaciones pías inalienables (manos muertas) que estaba, como casi todo lo demás, pésimamente ad­ministrado.

Quedaba la industria, el último cartucho.

Pero la industria no consiguió despegar de la mera producción artesana para mercados regionales o poco más y preferentemente en la perife­ria (textiles en Cataluña, hierro en Vasconia, pesca en Galicia y Andalucía) mientras que el centro de Castilla permanecía com­parativamente atrasado.

Algo remedió la supresión del monopo­lio del comercio americano, que había pasado de Sevilla a Cá­diz, y la liberalización de la economía colonial combinada con su reestructuración administrativa.

Inmediatamente los im­puestos americanos se multiplicaron con gran alarma de las oli­garquías locales que ganaban más estando peor administradas.

En ese clima de descontento se fue preparando el terreno para los movimientos independentistas que estaban a la vuelta de la esquina.

Tampoco encantó a los ingleses, que estaban acostum­brados a hacer grandes negocios en América aprovechando la incompetencia comercial española.

Carlos III hubiera sido relativamente feliz de no andar preocupa­do por las crecientes muestras de imbecilidad que le daba su hijo y heredero. Por ejemplo, en una tertulia cortesana en la que se conversaba sobre esposas adúlteras, el príncipe, futuro Carlos IV, dejó caer:

-Nosotros los reyes, en este caso, tenemos más suerte que el común de los mortales.
-¿Por qué? -quiso saber su augusto y algo amoscado padre.

-Porque nuestras mujeres no pueden encontrar ningún hom­bre de categoría superior con quien engañamos.

Carlos III se quedó pensativo y luego sacudió la cabeza y murmuró con tristeza:
-¡Qué tonto eres, hijo mío, qué tonto! ¡Las reinas también pueden ser putas!

Éste era Carlos IV, un infeliz grandón y brutote, sonrosado y regordete, quizá un pelín feminoide, de mínima cabeza, ojos va­cunos y enorme nariz borbónica. Hasta que sus obligaciones lo ataron al trono solía campar por las cocheras y cocinas de pala­cio donde se sentía más cómodo que en los salones y prefería departir en corrillos de criados y palafreneros antes que en tertu­lias y consejos de ilustrados.

Lo casaron con su prima María Luisa de Parma (de quien re­cibió el nombre la "hierba luisa",) seguramente la reina menos agraciada que ha tenido España, quizá hasta Europa, la cual le salió además ninfómana sin que sepamos a ciencia cierta la parte que cupo al monarca en los catorce hijos (y diez abortos) que tuvo.

Por lo menos uno de ellos, el infante don Francisco de Pau­la, se parecía a Godoy abominablemente. Este Godoy era un jayán guaperas con tendencia a la obesidad que fue su amante casi oficial durante toda la vida.

Es fama que la reina le echó el ojo cuando era un simple guardia de corps en palacio y lo en­cumbró hasta el rango de príncipe de la Paz y valido todopode­roso del rey.

Como en el más civilizado menáge a trois, el rey salía de caza todos los días para que Godoy en su ausencia pudiera visitar los aposentos de la reina. El valido utilizaba un pasadizo secreto para mayor comodidad. El caso es que diversos indicios inducen a sospechar que quizá el rey era tan imbécil que ignoraba el asun­to del valido con su mujer, a no ser que pensemos que era un redomado farsante.

En una ocasión comentó confidencialmente a la reina: -¿Sabes lo que murmura la gente? Que a Manolito lo man­tiene una vieja rica y fea.

La correspondencia íntima de la reina con Godoy está reple­ta de emotivos detalles, como corresponde a una pareja romántica. Le comunica, por ejemplo, que le ha bajado la regla, "la no­vedad, mis achaques mensiles".

María Luisa también le fue infiel a Godoy, al que a veces al­ternó con un tal Mallo y con otros garañones cortesanos, pero, no obstante, parece que sintió un gran amor por el valido.

Ca­mino del exilio, solicitó "que se nos dé al Rey, mi marido, a mí y al príncipe de la Paz con qué vivir juntos todos tres en un para­je bueno para nuestra salud".

Al trío le tocó vivir una época de grandes cataclismos histó­ricos. Durante todo el siglo precedente, España había crecido bajo la tutela de la superpotencia de allende los Pirineos. De pronto, en 1793 la Revolución francesa decapitó al Borbón francés dejando a sus parientes españoles como huérfanos.

¡El pueblo en armas contra la opresión de la monarquía!

Un huracán republicano asolaba los palacios de las casas rea­les europeas y los castillos y mansiones de la aristocracia.

Las pesadas lámparas de cristal, los recargados aparadores, las cuberterías de oro, las vajillas de cristal tallado, los cortinajes de damasco, los clavecines taraceados de marfil, las silentes ar­pas en las salas de música, los bellos y suntuosos objetos que testimoniaban la explotación de los humildes por los privilegiados ya no eran contemplados con la misma arrogante segu­ridad de la víspera.

Algo se había alterado para siempre en la mecánica celeste.

Las aristocracias europeas temblaron ante la posibilidad de que cundiera el ejemplo francés en sus pro­pios reinos, los reyes que hasta ayer mantenían abiertas viejas rencillas dinásticas firmaron precipitadamente la paz y corrie­ron a alistarse en el banderín de enganche que abrían los ingleses, siempre oportunistas, contra su tradicional enemigo, Francia. Había que aplastar a todo trance a la naciente república antes de que cundiera su ejemplo.

En España la conmoción política del momento barrió a dos capaces ministros, Florida­blanca y Aranda, y puso el gobierno en las inexpertas manos de Godoy cuya única sabiduría política estaba en la cama de la reina.

Los Borbones españoles no podian dejar impune la ejecución de sus primos y mentores franceses a manos de los' los revoluciona­rios.

Declararon la guerra a Francia y arrastraron al país, conva­leciente aún de tantas miserias pasadas, a un nuevo desastre.

Los revolucionarios franceses, inflamados de ímpetu neófito, invadie­ron España por los dos extremos de los Pirineos y ocuparon Bil­bao, San Sebastián y Figueras.

Ante el cariz que tomaban los acontecimientos, la indignación borbónica por el asesinato de los primos quedó en agua de borrajas.

Godoy, como una veleta bien engrasada, giró ciento ochenta grados para firmar una alianza con los franceses contra Inglaterra.

Una torpeza se tapaba con otra aún mayor. Nos llovieron los palos.

La escuadra inglesa, dueña del mar, cortó las comunica­ciones con América dejando a las colonias a merced de los pro­veedores ingleses o norteamericanos, y tan contentas porque ya las clases dirigentes miraban más por su bolsa que por la madre patria.

Como los portugueses se negaron a cerrar sus puertos a la flota inglesa, Napoleón, el nuevo dueño de Francia, decretó la invasión de Portugal.

Carlos IV, llorando, se lamentaba al em­bajador de Francia: -¡Ay, qué desgracia es ser rey y verse obligado a hacer la guerra contra la propia hija!

Se refería a la infanta Carlota Joaquina, casada con el rey de Portugal. Ésta es la que aparece con el rostro vuelto, mirando hacia atrás, en el célebre retrato de la familia real por Goya.

Manolito Godoy, ufano como un pavo real, la incipiente pan­za comprimida por el fajín de generalísimo, se puso al frente del ejército combinado franco-español. Fue un paseo militar que duró solamente dos días. En los jardines de Yelves los soldados cortaron un hermoso ramo de naranjas y Godoy se lo envió a la reina.

La "guerra de las naranjas" no prestigió a Godoy más que en los versos laudatorios de cuatro poetas subvencionados. En Es­paña nadie estaba contento. La nobleza porque se veía amena­zada por la política errática del valido, y el pueblo bajo porque la carestía de la vida estaba alcanzando extremos insoportables.

Mientras tanto, Godoy jugaba a la alta política. Esperaba inge­nuamente que Napoleón compartiera Portugal con él. Muy al contrario, el socio francés, con el pretexto de la conquista de Portugal introdujo tropas en España y dispuso guarniciones en lugares estratégicos.

Napoleón no iba a conformarse con Portu­gal, también aspiraba a España.

En su papel de comparsa, España unió su flota a la de Francia, que intentaba burlar el bloqueo naval inglés y desembarcar tropas en Gran Bretaña.

Inglaterra las aniquiló en Trafalgar, cerca de Cádiz, el mayor desastre naval de la historia de España, tan pródiga, por otra parte, en desastres navales.

Fue una derro­ta por goleada: la coalición franco-española perdió veintitrés na­víos, los ingleses solamente cinco.
(De http://vascon.galeon.com/libe.html)

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