La filosofía de tasca sólo puede convencer a los beodos.
El Sol envía tal cantidad de energía a los planetas de su sistema, que produce eneormes perturbaciones en la atmósfera de los planetas que la poseen.
En los más exteriores del sistema (caso, por ejemplo, de Júpiter), en cambio, dominan las fuentes de energía internas. Así que repasaremos algunos fenómenos variables del Sol y la influencia que ejercen sobre el clima terrestre, en base a la singularidad de la atmósfera de la Tierra desde que ésta existe.
Se define como “clima” al conjunto de características de la atmósfera durante un largo periodo de tiempo. Este periodo queda marcado por los datos sobre él recogidos durante una larga serie de años. Respecto al terrestre, se dispone de datos sobre los últimos 20.000 años.
A partir del siglo VXII, las observaciones se han venido realizando con instrumentos más o menos sofisticados, mientras que el resto corresponde a observaciones realizadas indirectamente sobre la evolución de las temperaturas, precipitaciones, vientos y otros fenómenos.
El clima de la Tierra no ha sido siempre el mismo. Los polos han estado libres de hielo al menos durante el 90% del tiempo en el que viene transcurriendo la vida sobre el planeta. Además, durante esa época ocurrieron -por lo menos- cuatro (puede que hasta incluso seis) periodos glaciales en latitudes tan alejadas de los círculos polares como los 38º. Esto indica que el clima ha sufrido grandes variaciones, oscilando entre periodos cálidos y fríos.
Entre ambos extremos transcurren varios miles de años y vienen reflejados por una redistribución del calor y del agua sobre el globo ¿Cuál es la causa que origina estos cambios?
Para formular una respuesta a esta cuestión es preciso tener en cuenta la constancia de la fuerza luminosa del Sol. Con ese propósito se iniciaron diferentes programas de observación, de suerte que los primeros datos de telemetría obtenidos por ingenios espaciales han dejado constancia que el conjunto de la radiación solar es un 0.4% mayor que en 1976.
Hasta hace bien poco se sostenía que los ciclos de las manchas solares se sucedían cada 11 ó 22 años, por lo que se estimaba que era un fenómeno bastante regular. Pero John A Eddy comenzó a estudiar el pasado histórico del Sol, remontándose a aquéllas observaciones humanas de las que existen constancia de los últimos milenios.
Puesto que la emisión solar presenta irregularidades, no puede dejar de resultar obvio que nuestro clima sufra los efectos. La simple oscilación de 1º en la temperatura media anual repercute de forma visible en la vegetación y en las reservas de agua.
Una alteración de la radiación solar podría ocasionar la disminución o el aumento de las temperaturas medias en varios grados, lo que vendría a representar, según sea el caso, una nueva época glacial o la fusión de los casquetes polares.
No se conocen las causas que originaron las pasadas glaciaciones. Tampoco hay pruebas sólidas sobre el efecto que causan los ciclos solares de 11 ó 22 años sobre el clima. Hay indicios que sugieren una relación mutua, pero no se disponen de pruebas estadísticas concluyentes.
Las plantas toman CO2 durante la fotosíntesis y los árboles absorben C14 durante su crecimiento anual. Al efectuarse el crecimiento por grosor (capas), si se analiza la proporción entre C14 y C12 de los diferentes anillos, pueden examinarse las cantidades anuales de C14 de la atmósfera. De esta forma, en igualdad de condiciones geomagnéticas, pueden conocerse las oscilaciones de la actividad solar.
Pero en este proceso no deben olvidarse los cambios magnéticos terrestres (cambios o inversiones que ya se han producido en varias ocasiones). Esta técnica puede aplicarse tanto a los árboles vivos como a los restos fosilizados, y permite realizar dataciones de hasta los 5.000 a.C de antigüedad.
Al interpretar las mediciones realizadas hay que tomar en cuenta la diferencia de tiempo que media entre la producción del C14 en la atmósfera, el transporte de éste hasta la biosfera y su incorporación al CO2, proceso que dura aproximadamente unos 20 años.
Este retraso oculta al mismo tiempo las oscilaciones que se producen en tiempos cortos -como el del ciclo solar de 11 años- y traslada en el tiempo importantes modificaciones en la producción de C14.
Hace algunos años un grupo de científicos recogió los datos obtenidos por el método del carbono 14 y elaboró el gráfico de arriba:
En éste se representa el incremento de la producción de C14 en sentido positivo hacia abajo, de modo que el cambio de sentido coincide con el aumento de actividad solar, representado hacia arriba. La curva trazada se ajusta a los datos observados y abarca un periodo de 10.000 años, lo que coincide perfectamente con el periodo de cambios en el momento magnético de la Tierra (constatado por medio de mediciones paleomagnéticas realizadas sobre rocas). El momento dipolar magnético de la Tierra alcanzó un máximo hacia el año 200 a.C.
En el gráfico se observa, además (empezando por al derecha: la era moderna) un importante descenso del C14, denominado efecto de Suess. Este descenso es originado por la combustión del carbón de la época industrializada, donde aumentó el CO2 en la atmósfera y, por lo tanto, descendió de forma significativa la proporción relativa de C14 existente.
Retrocediendo más, hallamos dos importantes periodos: M y S, que coinciden con dos momentos de baja actividad solar. Aparece en primer lugar el mínimo de Maunder, comprendido en el periodo que va de 1645 a 1715. De las observaciones realizadas sobre las manchas solares, la aurora boreal, registros geomagnéticos y de la corona solar durante los eclipses, ha quedado constancia de que durante estos 70 años apenas fueron detectadas manchas solares.
Se cuenta con la valiosa fuente histórica de las observaciones solares realizadas por los chinos durante 4.000 años que, sin embargo, no han sido suficientemente aprovechadas hasta el momento (los astrónomos chinos registraron los eclipses del sol para poder comprobar la exactitud de su calendario).
El astrónomo chino Chu recogió 916 de tales observaciones realizadas sobre eclipses solares -entre 2137 a.C y 1785 d.C-, y de ellas nos interesa especialmente la forma de la corona solar durante los eclipses, pues esta varía notablemente según se den máximos o mínimos en las manchas solares.
De esta forma, recogiendo sistemática tales observaciones, se pueden conocer los periodos producidos antes del 1600, y si en aquellos tiempos tenían lugar ciclos de actividad solar similares a los actuales.
Así vemos que el ciclo de 11 años no pudo ser observado entre 1650 y 1700. A partir de 1700 (y con mayor seguridad, a partir de 1750) existen pruebas sobre la reproducción del ciclo. No se sabe nada de tiempos anteriores, ni siquiera si realmente tales ciclos tenían lugar.
Galileo tuvo mucha suerte al observar las manchas solares en 1611 con su telescopio, pues si hubiese apuntado con su artilugio hacia el astro unos años más tarde, no las podría haber observado.
El Periodo S del gráfico se conoce por el nombre de el mínimo de Sporer y tuvo lugar entre los años 1400- 1510, siendo muy similar al mínimo de Maunder.
En este último caso la reconstrucción resulta difícil, pero existen suficientes pruebas que no dejan lugar a dudas: se trata de otro periodo en el que prácticamente no se observaron manchas solares. Los mínimos de producción de C14 permiten deducir la existencia de periodos de actividad solar muy elevada, pues los datos reflejan una importante actividad de la aurora boreal hacia el año 1200.
Si nos remontamos más atrás encontramos otros periodos: el mínimo entre los años 640- 710, el máximo romano entre 20 a.C y 80 d.C; el mínimo griego del 440 al 360 a.C; el mínimo homérico entorno al 700 a.C; el mínimo egipcio sobre el 1300 a.C y el mínimo superior sobre el 2700 a.C.
Las grandes desviaciones con respecto a la situación media en estas primera épocas son en parte oscilaciones estadísticas: el momento magnético de la Tierra pasó por un mínimo, de modo que la influencia del sol sobre la atmósfera y la producción de C14 fueron mayores que en la actualidad. Se puede decir que no existe ningún indicio de un comportamiento periódico del Sol.
John A. Eddy recogió todas las observaciones relacionadas de algún modo con el diámetro del Sol (de Christof Scheiner, sobre 1630 y de Johannes Hevellius, sobre 1647), llegando a la conclusión de que el Sol se contrae 2 segundos de arco por año. Para comprobar esta tesis, Irwin Shapiro estudió los pasos de Mercurio por delante del Sol, contabilizando las observaciones realizadas desde 1750, comprobando que el diámetro solar ha podido variar, a lo sumo, 0,3 segundos de arco por año. De cualquier modo, existe otra hipótesis que se muestra más plausible:
Estos cambios son periódicos.
Tal hecho se podría relacionar con una serie de referencias mediante las que se realizaban algunas modificaciones sobre los datos de la rotación solar. Puede suponerse que existe una relación entre la actividad solar y la velocidad de rotación -una hipótesis teóricamente aceptable- , pues la inestabilidad de la zona de convección, situada bajo la fotosfera, se contrarresta con una velocidad de rotación creciente. Según Eddy, en la primera mitad del siglo XVII la velocidad aumentó de forma continua, hasta que en el periodo de Maunder la formación de manchas no fue posible.
Hoy la velocidad de rotación es bastante inferior a la que se estableció para el siglo XVII, a partir de las observaciones de aquellos tiempos.
Es de notar que existen paralelismos temporales entre el mínimo de Maunder, el mínimo de Sporer, el máximo medieval y los cambios climáticos. Los periodos en los que disminuye la actividad solar coinciden con aquellos en los que desciende la temperatura media de la Tierra (durante la pequeña edad del hielo la temperatura media descendió casi 1º por debajo de la media anual).
Del mismo modo, el máximo parece coincidir también con una época cálida. El avance y retroceso de los glaciares podría estar relacionado con los cambios bruscos de actividad solar.
Si bien la intensidad de la radiación electromagnética solar es, por término medio, constante y no refleja variación del número relativo de manchas solares, Eddy plantea que tales efectos podrían deberse a una modificación de la constante solar.
Las reacciones termonucleares que se producen en el interior del Sol, originadas por la transformación del hidrógeno en helio, se producen en dos etapas. En la primera, dos protones se unen para formar un deuterón. Más exactamente, de un protón se forma un neutrón con la emisión simultánea de un electrón de carga positiva (positrón) y un neutrino; el protón y el neutrón constituyen juntos un núcleo de deuterio estable (D, H2). En pasos sucesivos se forma helio a partir del deuterio, pero ya no se libera ningún neutrino. El neutrino no tiene ni masa ni carga que pueda ser medida como el fotón. No reacciona con la materia y, por esta razón, es muy difícil comprobar su existencia.
¿Esto significa que se interrumpe a intervalos la producción de energía en el Sol?
La hipótesis más comúnmente aceptada es que la producción de energía termonuclear solar es menor de lo que se piensa, y que se contrae según una determinada constante temporal, de modo que una parte de la energía solar procede de la contracción gravitacional (una pequeña parte). Esto conduce a un complejo de equilibrio entre las contracciones y dilataciones solares por un aumento de la presión de radiación, con lo que el astro se enfría y se contrae de nuevo. Esto, según la teoría de Eddy, conduce a cambios periódicos superpuestos a la emisión constante de energía.
Sea como fuere, se sospecha que los fenómenos que observamos son sólo manifestaciones secundarias de procesos más importantes que transcurren en el interior del Sol, de los que no se conoce lo suficiente como para abordarlos con detalle.
No puede decirse que actualmente conozcamos con profundidad y seguridad la influencia del Sol sobre nuestro clima, pero sí encontramos un buen número de datos acerca de la influencia que sobre éste ejerce el hombre.
Se han talado bosques para ganar superficie cultivable. Esto ha determinado un aumento de la velocidad del viento en la superficie terrestre, cambios en la temperatura y humedad del aire en las capas bajas de la atmósfera y modificaciones en el régimen de humedad del suelo y evaporación. Otra consecuencia de las actividades humanas es la irrigación artificial, que en algunas zonas se utiliza desde hace siglos. El correspondiente aumento de la evaporación ha provocado descensos regionales de la temperatura (que no aumentos) y un incremento de la humedad relativa.
Año tras año se queman miles de millones de toneladas de carbón y de petróleo, que pasan a la atmósfera en forma de anhídrido carbónico (CO2). Si el CO2 se mantuviese en la atmósfera, su concentración aumentaría dramáticamente. Tal aumento no tiene lugar porque el CO2 se intercambia constantemente entre la atmósfera y los océanos, disolviéndose en el agua (19 mol por m3 y año), de manera que en la atmósfera sólo permanece una pequeña fracción del CO2 antropógeno.
Los océanos se comportan como reguladores de la producción de CO2 (siempre han actuado de esta forma), sedimentando los carbonatos sobre el suelo marino.
En tanto tiene lugar esa sedimentación, al calentarse el agua marina cede parte de ese CO2 a la atmósfera y, al mismo tiempo, se evapora más agua. El vapor del agua y el anhídrido carbónico aumentan el efecto invernadero de la atmósfera. La nubosidad regula este mecanismo, al reducir la llegada de la radiación solar.
La paleoclimatología estudia los lejanos pasados del clima de la Tierra. Aunque esta disciplina surgió hace más de ciento veinte años, sólo en los últimos treinta- cuarenta años se han producido grandes avances gracias a los nuevos métodos de investigación. El los últimos 30 años se ha dado a conocer una “historia” bastante satisfactoria de los cambios climáticos acaecidos en los últimos 18.000 años (última glaciación), que recoge la temperatura en la superficie terrestre, la distribución de las grandes masas de hielo, el albedo de la superficie de la tierra, etc.
Gracias a estos parámetros se han elaborado modelos climáticos teóricos para tratar de conocer con más detalle los fenómenos meteorológicos y, a través de análisis del suelo realizados en diversos puntos de Europa, nos encontramos con que en los últimos dos millones de años se han producido 17 ciclos interglaciares (las glaciaciones comenzaron hace dos millones y medio de años).
Otros datos sobre el clima se obtienen, por ejemplo, a través del estudio de los anillos de crecimiento de los troncos de los árboles por medio de los isotopos radiactivos (los anillos más gruesos corresponden a los años más cálidos y húmedos); a través del polen recogido en los sedimentos y del estudio de las turberas, plancton marino, etc.
La paleoatmósfera (la atmósfera que se formó tras el enfriamiento de la Tierra) estaba formada por agua, anhídrido carbónico y nitrógeno molecular. Los procesos biológicos (fotosíntesis, metabolismo) añadieron con posterioridad oxígeno, amoniaco, metano y otros gases. La principal fuente del oxígeno fue la fotolisis del agua y el anhídrido carbónico (o lo que es lo mismo, la descomposición de las moléculas en átomos bajo la acción de la luz). Entonces el contenido en oxígeno aumentó drásticamente como consecuencia de la fotosíntesis (aparición de la vida).
El mismo proceso determinó la formación del ozono. En este sentido hay que destacar que en aquellos primeros tiempos la superficie terrestre estaba expuesta a la radiación ultravioleta solar, de la que no se vio protegida hasta la formación de la capa de ozono.
El CO2 tiene una importancia decisiva a la hora de que se produzca el calentamiento de la atmósfera. Las radiaciones lumínicas cortas no se ven influidas por el CO2, pero las de onda más larga resultan más atenuadas por éste.
Mientras el máximo de la energía emitida por el sol se encuentra en la parte visible del espectro electromagnético, la superficie terrestre radia ralor (de acuerdo con su baja temperatura) dentro del margen infrarrojo (de mayor longitud de onda), zona en la que el CO2 absorbe la radiación. El efecto resultante es que el equilibrio de la radiación se ve alterado por el hecho de que la radiación infrarroja que la Tierra devuelve al espacio es reabsorbida por la atmósfera, que resulta calentada.
El catastrofismo y sus profetas no son nada nuevo. Así los telares conducirían a la miseria global y el CO2 antropogénico en la atmósfera alteraría el clima global allá para finales del siglo XIX (1896: Svante Arrhenius. 1899: T. C Chamberlain) pero resulta evidente que, en ninguno de ambos casos, tales predicciones tuvieron lugar.
¿Por qué? El CO2 atropogénico, ciertamente, ha aumentado. Pero existe una fuerte interacción entre la atmósfera y la biosfera que tiende a neutralizarlo con un carácter marcadamente estacional.
Aparte del que corresponde a la combustión de elementos energéticos fósiles, la biosfera también genera CO2 que se transmite a la atmósfera (la respiración de los seres vivos, las erupciones volcánicas, las zonas pantanosas, los movimientos tectónicos que liberan gases, etc). La dificultad de encajar aquí el CO2 antropogénico y la desatención a todo lo anterior, conducen a las hipótesis no demostradas de que sean los procesos industriales humanos los causantes de la alteración climática.
Si la actividad humana hubiese ocasionado la reducción del carbono que almacena la biosfera, por ejemplo: mediante la deforestación, la concentración de CO2 hubiera sido bastante menor durante el siglo XIX. Así estas previsiones nunca podrán tener sentido pues se basan en cálculos de probabilidades, en los que entran la reducción de la superficie de los bosques, o la cesión de CO2 de abonos y fertilizantes, originando resultados dispares que no se acomodan a los que muestran las mediciones efectuadas.
En esta situación nos encontramos con que disponemos de bastante más cantidad de carbono del que la naturaleza ha retirado de la atmósfera por medio de la fotosíntesis.
No es improbable que nuestro planeta, al igual que otros cuerpos del universo, haya recibido el carbono a través de la condensación de complejos compuestos cíclicos, que siguen liberando hidrocarburos en el interior del planeta. Esta tesis queda avalada por el hecho de que allí donde se producen movimientos tectónicos se liberan importantes cantidades de metano y que, curiosamente, en tales lugares se hallan los yacimientos de petróleo y gas más importantes.
La hipótesis de que los gases interiores de la Tierra acrecientan continuamente los yacimientos biológicos, se refrenda en la actividad tectónica que se da a grandes profundidades. Las temperaturas que se originan como reacción a las tensiones, producen una deformación plástica del material. Así, cuando se derrumba una de esas cavidades, se produce un foco sísmico y se origina una importante emisión de gas. Que este tipo de actividad tiene efectos sobre el clima es algo patente, que ya quedó reflejado en la erupción del Krakatoa.
Me parece un artículo genial. A ver si la gente se da cuenta de la metida del "cambio climático". Un saludo.
ResponderEliminarExelente el articulo.Te abre la mente y te da cierta tranquilidad sobre algunas cosas.
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