El mito de una Arcadia feliz en que habría vivido el “pueblo vasco” con plena identidad de tal, soberano y libre y bajo un régimen patriarcal y democrático es un absurdo histórico, pero alimenta hoy políticas letales.
También lo son otros mitos más precisos sobre la época medieval referidos a que “los vascos” elegían libremente a su señor, o que pactaron su integración en la Corona de Castilla.
Pero el problema más grave, que supera al historiador, es que tales mitos han adquirido en este caso “potencia homicida”, como ha escrito Martínez Gorriarán, y en su sentido estricto.
Así ocurre cuando las distintas corrientes del nacionalismo vasco, sin distinción, pretenden que, si esa fabulosa Arcadia dejó de existir, se debió necesariamente a la agresión de fuera, a la ocupación militar de ese inexistente País Vasco de cuento de hadas por parte de esa “nación enteca y miserable” que era España para el orate Sabino Arana; o por los Estados español y francés, nada menos.
Los nacionalistas necesitan sentirse víctimas inocentes de un enemigo exterior. Las realidades son más simples y menos malévolas.
No sólo nunca existió esa llamada Euskal Herría a caballo del Pirineo (la soñada “Siete en Uno” o Zazpiak Bat de Arana); tampoco un ente político ni siquiera administrativo “País Vasco” que englobara a las tres provincias vascongadas.
Jamás ha existido un “pueblo vasco” democrático, de individuos libres e iguales.
Jamás hasta que -al margen el abortado precedente de 1936-37- se ha desarrollado el Estatuto de Guernica, aprobado con entusiasmo por la sociedad vasca y emanado de la Constitución española de 1978.
En este escenario se advierte que, precisamente donde el Pirineo no es un obstáculo serio, los parentescos entre los montañeses caristios y várdulos (vascones) de la franja Nervión-Bidasoa y las gentes del otro lado, que ocupan tierras más abiertas y de contornos más indefinidos, no fueron un lazo bastante fuerte como para que puedan advertirse los rasgos de una comunidad medianamente formada siquiera.
Tras la conquista romana las tierras más o menos eusquéricas de la Galia quedaron englobadas en la provincia de Aquitania y las tribus de la zona ibérica en la Tarraconense de Hispania, adscritas al convento jurídico de Clunia, al sur de la actual provincia de Burgos.
Incluso lo que luego fue Navarra, sólo parcialmente vascona también, tiene una suerte distinta porque quedaba incluida en el convento de Zaragoza.
Lapurdum (Bayona), en tierra de los tarbelli, fue una ciudad romana fortificada precisamente para contener las incursiones de los montañeses del sur.
Cohortes enteras de vascos hispanos combatieron bajo estandarte romano en Italia o Inglaterra.
También es cierto que la pobreza y marginalidad de estas tierras facilitaron que sus gentes no se incorporaran en masa al modo de vida romano y mantuvieran su inestabilidad y su tendencia al bandolerismo y las incursiones violentas en zonas vecinas más ricas; pero su fama de irreductibles y belicosos no estaba para el historiador Lacarra del todo justificada.
Con la salvedad que señalaré, esa frontera pirenaica hasta la desembocadura del Bidasoa ha permanecido INALTERADA durante más de DOS MIL AÑOS, un caso verdaderamente excepcional en Europa.
El IPARRALDE (Euskadi Norte o francés) del absurdo irredentismo nacionalista de hoy nunca alcanzó a tener una identidad diferenciada dentro de Francia ni a establecer unos lazos particulares con nuestra zona vasca.
Con otras muchas tierras formó parte del ducado de Gascuña (nombre que parece deberse a inmigrantes vascones peninsulares en el s. VI) inserto a su vez en el reino carolingio de Aquitania, que después y como un inmenso feudo y categoría de ducado estuvo en manos de la Monarquía de Inglaterra entre 1154-1204 y 1259-1453.
Labourd-Lapurdi y Soule-Zuberoa no conocieron nunca una relación semejante con ningún dominio navarro o vasco hispano ni conformaron ninguna entidad común.
Cuando la Asamblea Nacional de 1789, al comienzo de la gran Revolución Francesa, dividió el país en departamentos como medida fundamental para superar las rémoras históricas y los poderes de los grupos privilegiados de un Antiguo Régimen a enterrar, ambas comarcas, con la Baja Navarra (cuyos diputados sí protestaron tímidamente contra la medida) quedaron integradas en el Departamento de los Bajos Pirineos y ésa es la realidad que persiste hoy, más de dos siglos después.
Y es que la historia española ha discurrido por caminos mucho más dúctiles y respetuosos con las tradiciones y personalidades de sus gentes y sus culturas minoritarias.
Pero, precisamente por ello, cabe preguntarse y debatir sin prejuicios sobre si no fue la actitud contemporizadora de la Monarquía con ciertas particularidades de las tierras vascas -entre otros motivos de fondo por su propia pobreza y marginalidad- la que ha contribuido a las posteriores fabulaciones, como ha ocurrido en Aragón o Cataluña.
Gonzalo Martínez Díez ha estudiado, por ejemplo, cómo se sostuvo durante mucho tiempo que la cofradía alavesa de Arriaga (1258) era una “formación política independiente” y que, a partir de ahí, “se inventó un gobierno electivo e independiente para Álava ya desde el s. VIII”, falsedad que se aplicó también a Guipúzcoa.
La realidad es muy otra. Muy poco después de la invasión musulmana, de la que quedó libre de hecho la franja costera septentrional, nos encontramos a un Alfonso I de Asturias repoblando Las Encartaciones, hoy vizcaínas, o a un Alfonso II, hijo de una vasca, ayudando en 816 a sostenerse al naciente núcleo cristiano de Pamplona, que todavía tardará en englobar el NO. de la actual Navarra.
Con la creciente seguridad, los montañeses vascones, de vida aún muy primitiva, descienden al llano y contribuyen a repoblar tierras de Burgos, Álava y Rioja, mezclándose allí con inmigrantes mozárabes del sur.
En la zona Nervión-Bidasoa, algunas gentes más abiertas y, sobre todo, señores asturleoneses, parientes, vasallos y agentes de los reyes, van creando una “superestructura política” (Lacarra) y todo ello facilita su mayor integración en la zona de resistencia cristiana.
A partir de ahí se conocen bien las alternativas históricas que hacen que las tierras vascas, o sólo parte de ellas, queden englobadas bien en el reino de Castilla bien en el de Pamplona-Navarra, pero sin intervención de maléficas manos “antivascas”.
Si en el Siglo X el primer conde de Castilla que se independiza de León es a la vez conde de Álava y de parte de la “tierra de los várdulos”, el asesinato en 1020 de su descendiente, el joven García, es lo que permite al cuñado de éste, Sancho III el Mayor de Pamplona (que parece que no fue del todo ajeno al hecho) apropiarse de una Castilla extendida a Cantabria y de todas las tierras vascas, colocando al señor aragonés García Aznar como tenente-gobernador de Guipúzcoa, nombre que aparece ahora, y a Íñigo López como primer conde o señor de Vizcaya.
Sancho, un gran monarca por muchos motivos, se ha adueñado también de los condados del Pirineo central.
Entonces empieza a llamarse “Emperador de España” y, según Maravall, se convierte en “el primer actualizador conocido, entre los reyes, de la idea de España”.
Es el gran momento del reino medieval de Pamplona; suficiente para que ahora los nacionalistas quieran glorificarlo como padre del gran “estado vasco” que jamás existió.
Ideología manda, historia pierde.
Esa situación dura cincuenta años y las tornas históricas cambian: en 1076 el asesinato por sus hermanos de Sancho IV en Peñalén altera el mapa de las Españas: una Navarra muy reducida, aunque con salida al mar, queda de hecho absorbida hasta 1134 por la pujante monarquía aragonesa, mientras las tierras vascas pasan de nuevo a Alfonso VI de Castilla-León, un reino ya muy extenso que ofrecía a los señores de tierras mejor abrigo y más posibilidades de desarrollo.
Aún habrá dos cambios de fronteras del mismo tipo: crisis castellana y minoría de Alfonso VIII dan ocasión a Sancho VI, primer rey que se denomina “de Navarra”, de recuperar efímeramente Álava y el oeste de Guipúzcoa, en la que funda y da fuero a San Sebastián en 1180.
En 1200 Alfonso VIII se desquita y rinde fácilmente Vitoria y, por los mismos motivos de conveniencia y pragmatismo, los numerosos tenentes de tierras vascas, empezando por el nuevo señor de Vizcaya, Diego López de Haro, le juran fidelidad, sin más acciones de fuerza. “La incorporación [a Castilla] más que obra de las armas lo fue de las negociaciones, pero no con las provincias, que no tenían entidades políticas o administrativas, sino con sus tenentes” (Martínez Díez).
Por el profesor y Doctor en Historia don LUIS GONZALEZ ANTÓN.
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