En mi cuarto de atrás, donde escribo estas líneas, tengo una foto de mi padre, con abrigo y bombín, saliendo del Ministerio de Asuntos Extranjeros holandés, donde acaban de darle la Cruz de Oranje-Nassau y una patada en el culo, porque el Gobierno holandés había reconocido oficialmente a Franco, como acababa de hacer el del Reino Unido, país que entonces influía mucho en la diplomacia de los Países Bajos. Debía de ser a principios de febrero de 1939.
Para mí esa foto tiene su salero, por la pinta de furibundo cabreo de mi padre, y también, de forma más personal, o egoísta, porque marca el fin de mi infancia feliz. Tenía 12 años y mi adolescencia apuntaba, y ese mismo año comenzó la II Guerra Mundial.
No voy a negar que esos años de guerra y de ocupación nazi de Francia fueron años difíciles, con penuria de todo y los inviernos más fríos de mi vida, y además sin calefacción. Pero mi egoísmo tiene sus límites, porque fuimos docenas de millones, niños, adultos y ancianos, quienes sufrimos lo mismo –y algunos más– en las diferentes retaguardias, y, aparte del caso patológico de nuestra madrastra, Annette Litschi, que se desplegó con una tal furia paranoica, debido precisamente a dichas dificultades y a dicha penuria nuestras miserias fueron del montón.
Pero ese periodo difícil, sobre el que ya he escrito bastante, desembocó, con la Liberación y el fin de la tremenda guerra, en una gran fiesta. He dicho y escrito en varias ocasiones que tener apenas 20 años y descubrir San Germán de los Prados me parecía más interesante, o en todo caso más entretenido, que descubrir el Gijón a la misma edad. Y la movida de Saint-Germain más divertida que la posterior movida madrileña. Sólo es una opinión personal.
Descubrí el Gijón más tarde, con la peculiaridad de que las primeras veces que fui llevaba en mi bolsillo un pasaporte falso de tornero francés. Lo cual le daba evidente sabor a mi situación.
Es de ese pasaporte falso que quiero hablar ahora, porque fui comunista, o sea cómplice del totalitarismo, y si fui clandestinamente a España fue para participar en el "triunfo del comunismo en el mundo entero", o, si se prefiere, para la extensión por doquier del Gulag.
Pero sobre todo, o en primer plano, para la revancha, para que los vencidos de la Guerra Civil se convirtieran en vencedores del franquismo. Y no sabía nada de nuestra guerra civil. Prácticamente sólo había leído los informes del Comité Central y algún libro del agente del KGB Tuñón de Lara.
Desde entonces he tenido tiempo de leer algo más, y lo primero que salta a la vista, lo más indiscutible, sea cual sea la ideología que sustenta las lecturas o las experiencias, es que en la zona roja, o republicana, existió una guerra civil en el marco de la Guerra Civil.
He aludido a la batalla de mayo 1937 en Barcelona, pero al año siguiente las tropas comunistas, al mando de Líster, arrasaban Aragón, cuyo consejo era cenetista, fusilando a diestro y siniestro. Hubo batallas campales entre comunistas y anarquistas en Valencia; hubo por todas partes sacas y paseos.
Todo ello fue de una violencia inaudita, con una represión sanguinaria, que no se ejercía únicamente contra los franquistas, los curas y las monjas, ni mucho menos, sino que se ejercía "entre camaradas", supuestamente del mismo bando en la guerra civil, y mientras tanto los dirigentes de la CNT, de la UGT, del PCE, del PSOE, etc., formaban gobiernos unitarios, fomentaban crisis gubernamentales, como si sus respectivos militantes no estuvieran asesinándose mutuamente.
Un aquelarre absoluto. Como fue otro aquelarre el proceso del POUM, un proceso ordenado desde Moscú y que sólo canallas como Santiago Carrillo o Antonio Elorza consideran que "respetó la legalidad republicana". ¿Cuándo y cómo Andrés Nin, torturado a muerte y sin sepultura, y los demás dirigentes del POUM rompieron la "legalidad republicana"? ¿Y dónde se escondía tamaña legalidad? ¿Qué tenía de legal encarcelar a los dirigentes poumistas, disolver ese pequeño partido antifranquista, prohibir su prensa, etc.?
Lo siento, pero en el campo nacional, o franquista, no ocurrió nada semejante. Hubo tensiones, problemas, algunas detenciones, pero absolutamente nada semejante a la guerra entre "hermanos proletarios" en la zona roja. Es un detalle que tiene su importancia histórica, y hasta ética.
Esta nuestra tragedia cobra una comicidad siniestra cuando se sabe –yo lo supe muchos años después– que mientras tanto, mientras que los rojos se asesinaban mutuamente, y guerreaban contra los franquistas, en Berlín y en Moscú Hitler y Stalin habían comenzado sus negociaciones secretas, uno de cuyos apartados decía que la URSS debía cesar toda ayuda militar al bando republicano, cada vez más rojo.
Si los aquelarres de nuestra historia contemporánea y de nuestra guerra civil son infinitos, esta realidad, negada u ocultada por casi todos, constituye el más absoluto de ellos, y todos los estudios históricos para averiguar quién tenía razón, Negrín o Largo Caballero, la UGT o la CNT, Azaña o Franco, se convierten en vapores calenturientos, puesto que Stalin regaló la España roja a Hitler a cambio de media Polonia, los países bálticos y demás concesiones territoriales. Sin hablar aquí y ahora de la estrecha colaboración de sus policías secretas.
Para volver –y concluir– con mi infancia feliz, y la fiesta del exilio, me temo que, consciente o inconscientemente, muchos consideren que abandonar su aldea, su patria chica o su patria grande es siempre una desgarradora tragedia. Como si mirar la misma calle, o los mismos prados, a lo largo de toda la vida fuera la verdadera felicidad. Menos mal que no es así, porque si así fuera no hubiéramos conquistado América.
Por Carlos Semprun Maura
Con la Guerra Civil asolando ya buena parte de España, la familia Semprún, de veraneo en Lequeitio (Vizcaya), se refugia en Francia. Pasados unos meses, el cabeza de familia,José María Semprun Gurrea, siempre al servicio de la República, acepta representarla como encargado de Negocios en la legación española en La Haya.
Militante comunista para la lucha antifranquista, colabora con su hermano Jorge, ya veterano, como agente clandestino del PCE en Madrid, en los años cincuenta, en tareas de instructor de los jóvenes universitarios afiliados al PCE.
Algunos de ellos, profesores o escritores años después, recuerdan su simpatía, su apoyo cercano e incluso su valentía. Como ha escrito su hermano y jefe de filas entonces, "era uno de los mejores compañeros de clandestinidad que he tenido".
La invasión de Hungría por las tropas soviéticas en octubre de 1956 provoca en Carlos Semprún el comienzo de su distanciamiento y ruptura con el PCE.
señorcon,bombín
Inmenso post en recuerdo de un gran intelectual, de los que pensaban sin cadenas. Un saludo.
ResponderEliminarGracias, ARCENDO, por el comentario.
ResponderEliminarSaludos cordiales