26 febrero 2009

ESTONIOS, breve y trágica Historia


Mientras el mundo contemplaba absorto el resuelto avance del ejército alemán en Polonia y, sobre todo, en Francia, otra guerra, ignorada pero mucho más despiadada, empezaba al otro lado del río Memel, en los lejanos confines del Báltico oriental.

El Ejército Rojo ocupó sin miramientos lo que los protocolos secretos del pacto con los nazis declaraban soviético. A excepción de Finlandia, que luchó y logró sobrevivir, una amplísima franja de terreno que iba de las costas de Estonia a las del Mar Negro fue absorbida por el gigante comunista.

Las autoridades de Estonia, con la esperanza puesta en que una rendición a tiempo ahorrara muerte y destrucción, ordenaron a los ciudadanos deponer las armas y franquear el paso al Ejército Rojo.

Pensaban que, de este modo, sería relativamente sencillo llegar a un acuerdo con Stalin para que, al menos, concediese una cierta autonomía. En Moscú, sin embargo, los planes eran otros. Los dirigentes soviéticos sabían varias cosas que el inocente y apaciguador Gobierno de Tallin no había tenido en cuenta.

Estonia había formado parte del Imperio Ruso desde tiempos de Pedro el Grande, motivo suficiente para que, en el imaginario soviético, ese país fuese considerado parte irrenunciable de la recreación imperial a la que aspiraba el zar rojo.

Además de eso, que era ya razón de sobra para anexionarse la antigua provincia, el tratado de Tartu, firmado en 1920 y garante de la independencia de la nación báltica, permitió a los estonios vivir al margen de la Revolución, que en sólo dos décadas había traído un rosario de desgracias a la parte del Imperio Ruso que los bolcheviques heredaron después de bajarse los pantalones ante Alemania en Brest-Litovsk. Había llegado la hora de revertir tal estado de cosas.

Estonia

En Estonia, a diferencia de en otras regiones del Imperio, el comunismo no era sino una doctrina exótica practicada el vecino que, curiosamente, contaba con multitud de adeptos en Occidente.

No se habían acometido nacionalizaciones, ni colectivizaciones agrícolas ni, naturalmente, purgas ideológicas y deportaciones, peculiaridades soviéticas que llevaron el dolor y el horror a tantos lugares.

Alejados del infierno soviético, los estonios prosperaron en su corto periodo de independencia. Liberada del corsé zarista, Estonia había desarrollado una relevante clase de pequeños propietarios, al tiempo que su nueva moneda, la corona, ganaba estabilidad y reorientaba su comercio hacia Occidente.

Todo cambió a partir de junio de 1940, fecha en que se hizo efectiva la ocupación. Dos meses más tarde quedó establecida formalmente la República Socialista Soviética de Estonia.

La primera medida de los nuevos patronos enviados desde Moscú fue acometer una limpieza integral del tejido social. Se prepararon listas de "enemigos del pueblo", es decir, de gente que tenía que ser reeducada o, en el peor y más frecuente de los casos, eliminada físicamente.

Aquellas listas –elaboradas en 1941– incluían a todos los miembros del anterior Gobierno, a todos los altos funcionarios, a todos los jueces, a la jerarquía militar al completo, a los miembros de los partidos políticos y de las organizaciones estudiantiles, a los oficiales de policía, a los representantes de empresas extranjeras y a todos aquellos que tuviesen alguna relación conocida con el extranjero, ya fueran aficionados a la filatelia, socios de la Cruz Roja o estudiantes de esperanto.

En otros listados figuraban los empresarios y propietarios nacionales y el clero protestante en pleno, es decir, los fantasmas familiares del bolchevismo.

Para la última semana de junio la sovietización de Estonia avanzaba de acuerdo a lo planeado.

Sobrevino entonces algo que nadie, ni los desdichados estonios ni el Politburó moscovita, esperaba: en la madrugada del día 22, tres millones de soldados alemanes atravesaron la línea pactada en agosto del 39. En apenas dos semanas, el Ejército Rojo se vino abajo. Las divisiones soviéticas se rendían en masa o se batían en retirada como alma que lleva el diablo.

El sufrimiento de los estonios no acabó con la llegada de los alemanes. Ni mucho menos. En su huida, los soviéticos habían alistado a la fuerza a 33.000 jóvenes, que desde ese momento pasaron a ser la carne de cañón del Ejército Rojo.

Para el año 1944 los alemanes habían perdido la guerra y se retiraban en desbandada hacia el sur. Viéndolas venir, muchos estonios abandonaron el país, buscando refugio en Suecia o Alemania, de donde más tarde hubieron de salir, con lo que conformaron la diáspora estonia.

El resto, nuevamente presa de una inexplicable ingenuidad, concibieron la idea de que podrían recuperar la independencia formando milicias que llamasen la atención de los aliados occidentales. Nada de eso sucedió. En otoño de ese año la URSS se hizo de nuevo con el control del país: automáticamente, y esta vez sin componenda alguna, los soviéticos reemprendieron la labor que habían dejado a medio hacer tres años antes.

Entre 1944 y 1945 fueron enviados a Siberia 10.000 hombres. La práctica totalidad murió durante el primer año. Al año siguiente los deportados ascendieron a casi 14.000; por descontado, compartieron el destino de los compatriotas que les habían precedido. Estas primeras limpiezas tenían por objetivo principal a los varones jóvenes, más proclives a enredarse en guerrillas y ofrecer resistencia.

Ahora bien, los jerarcas comunistas no tenían pensado dejar tranquilo al resto de la población. Entre 1947 y 1948, con la guerra ya terminada y el impenetrable Telón de Acero garantizado la impunidad soviética, se planificó cuidadosamente una deportación masiva de carácter étnico.

El propósito no declarado era reorganizar demográficamente las repúblicas bálticas y ablandar a los que quedasen para que aceptaran sin rechistar la colectivización de la tierra.

En sólo tres días, casi 100.000 ciudadanos de Letonia, Lituania y Estonia fueron deportados a Siberia, en una operación sin precedentes.

A diferencia de la Alemania Federal de posguerra, que asumió la responsabilidad de los crímenes nazis pagando y haciéndose cargo de ellos, ningún Gobierno ruso se ha disculpado u ofrecido facilidades para investigar el Terror Rojo y llevar a los culpables que queden con vida ante la Justicia.

Las varas de medir para los genocidios de las dos grandes tiranías del siglo XX siguen siendo muy distintas.

Por Fernando Díaz Villanueva

Estonia


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