29 diciembre 2008

No ser de "izquierdas" es FASCISTA, BELICISTA, etc.


Dice Ángel Vaca Quintanilla que "desde los mismos orígenes del marxismo, se ha tratado de asociar valores éticos y cualidades humanas a una determinada orientación ideológica : Las izquierdas."

Vuestras mercedes reflexionen un instante. Obsérvese que, al hacer semejante maniobra, a los que no pertenecen a según qué sectas ideológicas se les cuelga de inmediato una serie de etiquetas, a cuál más desagradable. Ser de derechas es, pues, ser Insolidario, Belicista, Fascista, Clasista. Es decir, indeseable.

¿Por qué habría de extrañarnos que esté tan mal visto no seguir los postulados de este o aquel partido de tendencias supuestamente progresistas? Y es que, esa es otra, el "progreso" sólo les pertenece a ellos. El inmovilismo, el conservadurismo sin mesura, el anclaje irracional en tradiciones polvorientas e incluso bárbaras, excluyentes, ciegas y retrógradas, es sólo cosa de "los otros".

Semejante discriminación no se detiene ante detalles de ningún tipo. Todas las derechas habidas y por haber, caen en el saco de las más hondas y abyectas denigraciones de la condición humana.

Hasta el lenguaje nos traiciona: ¿qué es ser "humano", sino comprensivo con los que yerran, caritativo con los desfavorecidos y defensor de los débiles, esa caricatura del manifestante furibundo que blande el gran emblema de la paz mundial y la igualdad entre los pueblos, la bandera de la hoz y el martillo?

En realidad, no es que se separen de todas las posibles formas de la derecha… más bien, de cualquier ideología que no tenga algo que ver con las izquierdas.

Tan digno de desprecio, tan merecedor de su odio, tan insolidario, clasista y militarista es un fascismo totalitario, según ellos, como una democracia capitalista liberal. ¿Un ejemplo? Estados Unidos.


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Uno de los pilares del liberalismo es la búsqueda de la satisfacción personal. Todo individuo tiene derecho a ser feliz, cumpliendo, en la medida que le sea posible, con su propia escala de valores. La idea es tan sencilla, que casi merece el rango de obviedad.
Y aquí es donde entramos en conflicto con los postulados de los colectivistas de todo pelaje. Aquellos que hablan del bienestar común. He aquí un problema de bastante consideración. ¿Quién decide qué es bueno para todos? Incluso, ¿qué es bueno para una mayoría? Aún más: ¿quién tiene el poder, la capacidad o la inteligencia necesarios para determinar qué es lo mejor para otra persona?

El liberalismo parte de la base de que el individuo es responsable de sus propios actos, y plenamente consciente de las consecuencias de los mismos. No es, pues, necesaria, la presencia de un Gran Hermano protector, vigilante, que le guarde de sus errores… a fuerza de no permitirle siquiera equivocarse. A fuerza de impedirle que haga algo que una serie de gobernantes ha decidido que no es bueno para él.

Ergo, si el liberalismo es individualismo, el liberalismo ha de ser egoísmo. Si una persona tiene derecho a definir su propia escala de valores, incluso aunque no tenga absolutamente nada que ver con la de sus vecinos, se asume que lo hará siempre e indefectiblemente, movida por el egoísmo.

Ahora bien, ¿qué impide que esa escala de valores personal otorgue la máxima prioridad a la solidaridad, la caridad, la generosidad? ¿Y si un liberal decide que para alcanzar su bienestar personal, necesita ayudar a los demás? ¿Y si en realidad no hay una sola naturaleza humana, siniestra, pérfida, ciega, retorcidamente hedonista, hasta el punto de buscar el placer personal a través del sufrimiento ajeno? (no olvidemos que uno de los postulados del progresismo más polvoriento –y que sigue siendo tan actual ahora como siempre-, es que Occidente ha prosperado, a fuerza de esquilmar los recursos naturales del Tercer Mundo).

¿Y si en realidad, hay tantas naturalezas como individuos, y de ahí que sea necesario permitir a cada Ser Humano, decidir por sí mismo qué es bueno para él?

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Maticemos, pues: cualquier persona puede perseguir su felicidad personal, siempre que la búsqueda de esta satisfacción, no infrinja la ley.

Estas ideas chocan directamente con los postulados más básicos, más fundamentales, del colectivismo. En un Estado de Derecho, todos los ciudadanos son iguales ante la Ley.

Pero ¿dónde queda la ética? ¿Debería estar proscrito todo aquello que no se considere ético por ésta o aquella corriente de pensamiento? ¿Deberían penarse el egoísmo, el afán de lucro o el materialismo, si se mantienen dentro de una escrupulosa observancia de las leyes de una nación democrática?

Una respuesta afirmativa desvelaría una ideología potencialmente peligrosa para las libertades.

¿Qué separaría, de una forma efectiva, a semejante Estado de una teocracia, como las que rigen los destinos de muchos países musulmanes en los que el pecado es delito?

Si debe ser castigado lo inmoral, ¿qué autoridad decide qué es o no inmoral?

Esbozar el armazón de un Estado de Derecho no es sencillo. Pero una vez trazados los rudimentos, el esqueleto es bastante más sólido, si se cimienta sobre el pragmatismo, que si se asienta sobre una base tan propensa a agrietarse, y con tantos resquicios, como es la de una moral dictada por vaya usted a saber quién.


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Pues bien: una de las doctrinas del socialismo, en todas sus versiones, es el antiamericanismo. Los Estados Unidos representan el paradigma del liberalismo. De la persecución de la felicidad personal, incluso si ello implica incurrir en el hedonismo más crudo.

El silogismo (simplista, manipulador y erróneo a todas luces) es el siguiente: un sistema capitalista liberal, pretende garantizar las libertades individuales; el individuo siempre busca su placer inmediato, de una forma egoísta, ya que hay una sola naturaleza humana, y esta es pérfida, retorcida, y necesita ser domesticada y reconducida (¿y por quién, pregunto yo, si todos somos tan egoístas?).

Por lo tanto, un sistema capitalista liberal, es egoísta. Los Estados Unidos, y todas las naciones que siguen su modelo (y que, curiosamente, han alcanzado unos niveles de bienestar, prosperidad, seguridad, libertad y estabilidad política sin precedentes en la Historia de la Humanidad -¡qué casualidad!-) son, pues, egoístas.

Abrazan una ideología y un sistema de Gobierno que si garantiza algo, según ellos, es la ceguera ante los problemas de un colectivo u otro. De la sociedad. Del mundo. Del mundo depauperado y esclavizado. Del mundo socialista. (Los dos últimos son casi equivalentes).

¿Dónde está el fallo en semejante razonamiento? En el desprecio a la persona. En su consideración como una malhadada pieza de un engranaje que debe funcionar perfectamente, para beneficio de ese ente abstracto, esa máquina descomunal que es la colectividad.

En la concepción del ciudadano como una célula más, infinitamente falible y estúpida, de un grandioso organismo perfecto, de modo que su existencia, por sí mismo, no tiene sentido. En la admiración al hormiguero. En la idea de que el individuo, si no se enmiendan sus errores innatos, su pecado original, se descarriará indefectiblemente.

En el absurdo camino hacia la abolición de toda propiedad privada, no puede quedar rastro de la propiedad más privada de todas: la libertad de pensamiento y de acción de una persona.

La diferencia esencial entre una idea como esta, y las que plantea el liberalismo, es que, en una democracia capitalista liberal, los ciudadanos tienen derecho a equivocarse. Incluso a repudiar al sistema que les garantiza ese derecho, algo que vemos casi constantemente.

¿Quién tiene la autoridad para obligar a nadie a ser generoso, aún de un modo indirecto (léase, a base de impuestos desmedidos, con la excusa de la persecución del bien común)?
La generosidad es un derecho. Exactamente igual que el egoísmo. Usted elige. Libremente.

Tellagorri Zaldumbide


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