Los ciudadanos esperamos, a cambio de los innumerables impuestos que pagamos –a la renta, IVA, sobre las propiedades inmobiliarias, por bienes y servicios que adquirimos, al viajar, al llamar por teléfono, etc.–, recibir en contrapartida la debida protección a nuestra persona, nuestra familia y nuestra propiedad, además de total libertad para llevar adelante nuestras vidas como queramos.
El único requisito es obligarnos a respetarles los mismos derechos a todos los demás, sin que importe que sean personas que nos gusten o nos desagraden, que vivan cerca o lejos, que pertenezcan a nuestra misma raza, religión, nacionalidad o a otras totalmente diferentes.
Lamentablemente, los gobiernos del siglo XXI, lejos de fundamentar sus actuaciones y encaminar la creciente burocracia hacia esos objetivos básicos, para así promover el bienestar y la prosperidad general, se dedican por el contrario a promulgar complicadas trabas, regulaciones, licencias y prohibiciones. Además imponen multas y severos castigos a quienes que –sin haber perjudicado a nadie con sus acciones– incumplen lo dispuesto por burócratas y políticos que redactaron detallados y absurdos reglamentos, en base a su propia ignorancia o para retribuir el apoyo recibido de grupos interesados, en recientes o futuras campañas electorales.
Las prohibiciones siempre conllevan un alto coste, pero por eso mismo atraen tanto interés de parte de políticos y burócratas, quienes saben que la creación de un nuevo "delito" significa nuevos y mayores gastos en personal administrativo, policías, inspectores, empleados de tribunales, guardias de prisiones, etc. Es decir, mayor presupuesto para oficinas públicas y mayor poder para quienes toman las decisiones políticas.
El químico francés Charles Gerhard desarrolló la aspirina en 1853 y desde 1899 se conoce con ese nombre que le dio su principal fabricante, el laboratorio alemán Bayer. Las actuales leyes y regulaciones impedirían que alguien pudiera ofrecer una medicina nueva que fuera tan efectiva, eficaz y barata como la aspirina. Además, las actuales leyes prohíben informar claramente para qué sirven los nuevos medicamentos, para así evitar que la gente se atreva a autorrecetarse.
Por ello sólo tenemos acceso a unos listados largos y difíciles de entender de contraindicaciones y enfermedades que estos nuevos medicamentos nos pueden causar.
El argumento oficial es que esa es la manera de proteger al consumidor, cuando está comprobado que los médicos a menudo recetan medicamentos para combatir enfermedades diferentes a las designadas por las autoridades en sus permisos y certificaciones.
Esto se debe a que la información y el conocimiento cambian constantemente, en todos los mercados, sea en la medicina o en la venta de cualquier cosa y esa cambiante realidad de los mercados es exactamente lo opuesto a la visión de túnel de los burócratas. Felizmente, los médicos –como todos los que no trabajamos para el Gobierno– aprenden cosas nuevas todos los días, con sus nuevos pacientes, sus experiencias en hospitales y en conversaciones con otros colegas. Por ello, lo que ayer recetaban para un mal, hoy lo recetan para otra enfermedad totalmente diferente.
Los permisos, licencias y regulaciones, lejos de beneficiar al consumidor (es decir, al ciudadano), lo perjudican, encareciendo o colocando fuera de su alcance bienes y servicios que podría adquirir si no fuera por la maligna intervención oficial, para así mejorar su nivel de vida.
Las prohibiciones que nada tienen que ver con el resguardo de los derechos fundamentales del ciudadano existen exclusivamente para satisfacer la ambición de poder de políticos y burócratas, quienes además creen saber mejor que nosotros lo que más nos conviene a cada uno.
Sí, son los mismos políticos que jamás cometerían el error de enviar a sus hijos a estudiar en infames escuelas públicas.
Lo dice Carlos Ball.
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