04 julio 2013

Aline Griffith

François de Grossouvre era agente secreto en el gobierno de François Mitterrand y un gran amigo mío. Además, formábamos parte de un grupo de agentes secretos pertenecientes a 14 países que nos reuníamos dos veces al año: una en Washington y otra en una ciudad europea o en Medio Oriente. Al principio para preservar nuestro anonimato no teníamos ningún nombre para nuestro grupo pero con el paso de los años decidimos llamarnos Le Cercle.

La mayoría de los miembros eran jefes de la inteligencia de sus países y me asombré cuando me invitaron a ser la única mujer del grupo. Hoy Le Cercle se ha convertido en una asociación de políticos de muchos países pero ahora los miembros no están relacionados con los servicios secretos. Me siguen invitando a las reuniones pero acudo pocas veces debido a que todos los miembros fundadores, que fueron buenos amigos míos durante más de 30 años, ya han muerto.

Conocí a François de Grossouvre en Le Cercle en los últimos años de la Guerra Fría —los 80—, cuando nos concentramos en luchar contra nuestro enemigo principal: el servicio secreto de Rusia, la KGB. Era la única mujer del grupo y en las reuniones en Washington tenía suerte de estar sentada al lado de François en la gran mesa estrecha y rectangular. Era delgado, no muy alto pero siempre elegantemente vestido. Poco a poco llegamos a establecer una agradable amistad. Un día, durante el almuerzo, descubrimos que a los dos nos encantaba cazar. Le conté la gran cantidad de perdices que teníamos en mi finca de Pascualete en Extremadura.
Me dijo: "Aline, te conseguiré una invitación para una cacería excepcional en Francia. Será para la temporada que viene y te encantará. No hay ninguna cacería en toda Francia que la supere".

Olvidé aquel comentario hasta que meses más tarde encontré en el correo una pomposa invitación del presidente Mitterrand para acudir a les chasses présidentielles en el château de Rambouillet. Comprendí que mi amigo François de Grossouvre tenía mucha influencia con su presidente y para agradecérselo le llamé por teléfono.
Llegué con mi mejor traje de caza, mis botas, mis zahones, mis dos escopetas, todo lo que estaba acostumbrada a llevar. Presumía de un atuendo español muy bonito para cacerías y como la invitación no indicaba más que un día de caza, no metí nada más en mi equipaje. Hice planes para después de la caza de irme a pasar la noche, antes de volver a Madrid, en casa de los Rothschild en París.

Era en un frío mes de noviembre y el día de la cacería amaneció gris, pero llevaba mi bonita capa de caza y todo lo necesario para el mal tiempo. Me recibieron en el aeropuerto dos oficiales militares de la oficina del presidente Mitterrand, me recogió un coche impresionante para ir a Rambouillet. Mis visitas a Francia siempre habían sido a sitios excepcionalmente atractivos, la casa de los duques de Windsor en el Bois de Boulonge y en el maravilloso palacio de los Rothschild en Ferrières, que para mí era lo máximo de belleza y elegancia en Francia. Pero aún así no estaba preparada para Rambouillet, una experiencia inolvidable en la Francia socialista de Mitterrand.

Después de cruzar la enorme entrada, mi coche avanzó entre dos filas de soldados que se mantenían saludando como si fuera la llegada de un jefe de Estado. Cuando el chófer me invitó a descender, me encontré delante del más maravilloso palacio que jamás había visto. El día iba de sorpresa en sorpresa: la cacería se componía de siete ojeos, en vez de los cinco que era normal en España, y además tiramos a perdices, patos, y faisanes.

Mitterrand no estaba presente: François me explicó que odiaba las cacerías. Al empezar la tercera batida, empezó a llover fuertemente. No tenía costumbre de tirar con tanta agua y creo que fue el día que peor tiré en toda mi vida.  Después de la cacería me informaron que había una cena para todos los cazadores a las ocho y media. Un mayordomo se presentó para dirigirme a un dormitorio con salón donde un fuego iluminaba la chimenea y un balcón daba a un gran parque. De repente me di cuenta que todos los cazadores iban a pasar la noche en el palacio y que naturalmente se cambiarían para la cena. Creo que he pasado uno de los más desagradables momentos de mi vida cuando me di cuenta que la única ropa que tenía era la que llevaba puesta y toda estaba bien mojada.

Llamé a Guy de Rothschild para contarle los detalles de la cacería. Le dije que todos los cazadores eran ministros de Mitterrand y por eso me avergonzaba más aún de no tener un vestido apropiado para la cena. Como Mitterrand, en el primer año de su mandato, había expropiado la Banca Rothschild, Guy le tenía odio y desprecio. Me dijo: "no tienes que preocuparte por nadie de este gobierno que roba a sus ciudadanos".

Pensé que mi teléfono podía estar intervenido, así que terminé la conversación lo antes posible, no deseaba que se metiera en más problemas con el gobierno de Mitterrand. Durante el siguiente año François de Grossouvre no apareció en nuestras reuniones de Le Cercle y como resultado de no vernos, no tenía conversaciones con él después de la cacería en Rambouillet.

François de Grossouvre  con Miterrand
Afortunadamente al cabo de un tiempo François volvió a aparecer en todas las reuniones y nuestra confianza creció. François empezó a tener confidencias conmigo, me comentó que estaba pasando dificultades con Mitterrand y que su presidente no estaba en condiciones físicas de ocuparse de los asuntos de Estado. Ya sabía que Mitterrand encargaba asuntos muy delicados a mi amigo Grossouvre, que viajaba constantemente a otros países para resolver problemas de Estado, me asombraba que sus responsabilidades estaban muy por encima de las obligaciones de un agente secreto. Siempre me había sorprendido en las conversaciones con Grossouvre que sus opiniones fueran más de derecha que los de su presidente y amigo.

Pasó cierto tiempo y en una visita que hice a París, almorcé con él en un restaurante pequeño que no había conocido antes. Apareció nervioso, sus ojos escudriñaba desconfiado todo nuestro alrededor. Me contó repetidamente que habían aumentado sus problemas con Mitterrand que ahora estaba siempre de mal humor. Me sorprendió pues nunca había sido crítico con su presidente; y me confesó: "Que su médico insiste en que no debe ocuparse del gobierno, que tiene varias enfermedades aparte del cáncer de próstata. Además, que Mitterrand había amenazado al médico si divulgaba información sobre su estado de salud".

Había pasado un año desde ese encuentro y estaba desayunando en mi casa, en Madrid, cuando mi doncella me trajo el periódico, vi en los titulares de la portada: "Suicidio en París de François de Grossouvre" (1994). Mi disgusto fue enorme. Telefoneé a nuestro director de Le Cercle, un alemán que vivía en Berlín. "Ya lo sé, Aline —me contestó—. No es el tipo de acción que haría François. Hay que esperar y tener paciencia, tenemos allí alguien que nos informará y te llamaré".

Pasaron unos días y semanas antes de que recibiera una llamada de él. Me contó más detalles. El suicidio había ocurrido en la propia oficina de Mitterrand en el Elíseo. Era el gabinete de Mitterrand que había enviado la información a la prensa. Pero nuestro agente especial y además intimo amigo de Grossouvre nos informó de los detalles que él había conseguido de una persona cercana al entorno de Grossouvre: "¡No era un suicidio! El asesino había sido el propio Mitterrand que mató a Grossouvre en su oficina con una pistola en un momento de discusión".

De pronto recordé el comentario de François en nuestro último almuerzo. "Mitterrand tiene a todos sus colaboradores aterrorizados pues piensa que van a informar de sus múltiples enfermedades, los amenaza con una pistola que guarda en el cajón en su mesa del despacho y todos tiemblan porque saben que tiene muy mal genio".
Mi amigo alemán me recordó: "Tenemos que callar con esta información, pero es la peligrosa verdad. Hay que proteger a nuestro aliado en la inteligencia francesa ahora con esta confidencia él nos será mas útil que antes".
Un año antes que él, el primer ministro Bérégovoy apareció suicidado y, unos meses después, ocurrió lo mismo con el asesor militar del Elíseo.

Algunos biógrafos han señalado que Grossouvre sabía demasiado sobre la complicidad del Gobierno galo con el régimen genocida hutu. Su muerte sobrevino un día después del atentado que costó la vida al presidente ruandés Habyarimana. No se hicieron pruebas balísticas ni de toxicidad. Su despacho y su piso fueron registrados a fondo y sus memorias desaparecieron.


NOTA DEL BLOG
Aline Griffith Dexter, cuyo nombre en clave era "Butch" siendo más conocida como la condesa viuda de Romanones, es una aristócrata hispanonorteamericana que nació en los Estados Unidos en 1923. Griffith ingresó en la Office of Strategic Services (predecesora de la CIA) y fue destinada a España como agente en 1943. En España conoció a Luis de Figueroa y Pérez de Guzmán el Bueno, conde de Quintanilla, más tarde III Conde de Romanones.



4 comentarios:

  1. Jodó con los espías y jodó con Mitterrand.

    Hay mucho de james bond, y no poco de Puerto Urraco.

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    1. SEÑOR OGRO
      Mucho más de PUERTO URRACO en ese Eliseo de Mitterrand.

      En cualquier caso el relato de esta espía de alta aristocracia resulta entretenido y se entrevé el mundo asqueroso de los políticos y sus lujos, también La France.

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  2. Sorprendente historia, pero parece mentira que a estas alturas no sepan como se las gastan los gobiernos, por mucho espía que seas y muchos contactos que tengas. No hace mucho me ví por la mañana una película de Jean Paul Belmondo (El profesional, 1981) que retrata muy claramente esta historia que cuentas, mezclado con los chanchullos gabachos en África.

    Muy muy buena, con final poco convencional pero de una lógica aplastante.

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    1. DON ISRA
      Luego hablamos de pirados-paranoicos con poder omnómodo como Calígula o Tiberio y actualmente suceden exactamente parecidas cosas con muchos de los aupados a la presidencia de un Estado o de un Gobierno.

      Ya me gustaría ver esa peli que citas de Belmondo. Son las historias de cine que me gustan cuando están bien hechas las pelis.

      Te espero mañana, sábado, en la Plaza del Castillo de Pamplona (Iruña para los nazios) para correr un ratito delante de unos morlacos.

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