11 febrero 2010

La auténtica historia de un pistolero en Alaska

Jeff Randolph Smith nació en Georgia, en noviembre de 1860; era el mayor de cuatro hermanos e hijo de un abogado su­reño, propietario de una explotación algodonera. A pesar de la guerra de Secesión, Jeff recibió una educación esmerada hasta los quince años. Siempre mantuvo sus ex­quisitos modales, escondiendo su alma de rufián bajo un acen­to sureño y un rico vocabulario.

Nunca dejó de vestir con traje y corbata, de cubrirse con costosos sombreros y de exhibir, bajo la chaqueta, un chaleco sobre el que cruzaba la cadena de un reloj de oro. Era muy consciente de la forma en que debía escribir su leyenda. Y lo primero que tenía que cuidar al detalle era su apariencia de caballero del Sur.

Le gustó la vida errante de aquel mundo que estaba sur­giendo en las praderas y, sobre todo, acudir a las ciudades que de pronto nacían de la nada y crecían a toda velocidad en nú­mero de pobladores, hasta convertirse, casi de la noche a la ma­ñana, en metrópolis de varias decenas de miles de habitantes.

La razón no solía ser otra que el descubrimiento de oro o plata. A las riadas de buscadores que se lanzaban en pos de fortuna les seguía una tropa de ladrones, prostitutas, dueños de negocios de fortuna y taberneros.

Los últimos en presentarse eran siem­pre los encargados de la ley y el orden. Y, en ocasiones, ni si­quiera habían llegado cuando los filones habían sido ya expri­midos y la gente estaba haciendo las maletas para marcharse con la música y el revólver a otra parte.

El Oeste de aquellos primeros días podía parecerse a una gran sabana africana: aparecían manadas de herbívoros, y a las pocas semanas se plantaban en el lugar los depredadores y los carroñeros para darse el festín. Cuando las manadas languide­cían, los leones, las hienas y los buitres se iban en busca de otro
cazadero.

Jeff Smith optó por tener el papel de los depredadores. Era mucho menos trabajoso y llevaba menos tiempo meter la mano en el bolsillo de un minero afortunado que dedicarse a ca­var o a darle al cedazo durante meses.

Se instaló en Denver en 1879, cuando la plata apareció en Colorado, después de haber vagado durante unos años por Te­xas. Por allí andaban Calamity Jane, que tenía dos grandes afi­ciones: cazar búfalos si asomaban las manadas y ejercer de pros­tituta cuando escaseaban los rumiantes; y Wild Bill Hickock, reputado jugador y un pistolero al que pocos osaban enfrentar­se; y Doc Holiday, un médico tísico que, dos días antes de la llegada de Jeff, había matado a dos hombres en un duelo a re­vólver.

Jeff se buscó la vida de inmediato. Se arrimó a un famoso trilero, "Old Man" Taylor, y, chantajeándole, consiguió que le en­señara los trucos del juego.

El trile, al parecer, se había inventa­do en Inglaterra durante el siglo XVIII, y pronto saltó el océano y se hizo muy popular en Estados Unidos.

Jeff Randolph Smith lo practicaba en las calles de Leadville. Allí nació su apodo de "Soapy", que le acompañó el resto de su vida.

También aprendió el manejo de los naipes y se decía que muy pocos llegaron a manejar la baraja como él para colocar las cartas en el orden que deseaba.

Meses después de comenzar a hacerse rico, se casó con una corista, Anna Neilson, a la que retiró a San Luis y de la que tuvo cinco hijos. Siempre los matuvo lejos de él, haciéndoles ocasio­nales visitas mientras vagaba de ciudad en ciudad robando a la gente.

En Creele aparecieron minas de plata y allí se trasladó en 1892. Abrió su propio casino. No existía autoridad ninguna y el gang dominante lo dirigía un tal Bob Ford, ni más ni menos que el hombre que había matado, disparándole por la espalda, al legendario Jesse James.

Una canción popular, que todavía canta Bruce Springsteen, le calificaba como "ese sucio pequeño co­barde".

Mucho más hábil que él, Soapy se hizo con el control de Denver en pocas semanas. Acabó por designar incluso al jefe de policía, el famoso pistolero Bat Masterson, un buen amigo suyo. También tuvo relación con otro pistolero y jugador de le­yenda, Wyatt Earp, el del duelo del O.K. Corral que hemos vis­to encamar en el cine, entre otros, a Henry Fonda, Burt Lancas­ter y Kevin Costner.

A Bob Ford lo mató en un duelo, unos meses después de la llegada de Soapy, un hombre llamado Edward Kelly, pariente le­jano de Jesse James. Con su oratoria convincente, Soapy logró arrebatárselo a una multitud cuando iba a lincharlo; en el juicio que siguió, Kelly fue absuelto. Soapy controlaba el jurado y, du­rante los días siguientes, se rumoreó que el pistolero trabajaba a sueldo suyo.

En 1893 regresó de nuevo a Denver, en donde permaneció hasta 1897. Ya contaba con una nutrida banda de seguidores; entre los más fieles se encontraban el "Reverendo" Charles Bo­wers, "Slim" Jim Foster y Van B. Tripp.

En Denver le conocía y le temía todo el mundo. Tenía un aura de hombre generoso, gentil y duro, la perfecta imagen del hombre de frontera, triunfador y arriesgado, admirado por muchos hombres respetables y siem­pre pisando la raya del delito.


Cuando las noticias del oro del Klondike ( en Alaska) llegaron a Denver, Soapy supo de inmediato cuál era su próximo destino.

Jeff "Soapy" Smith tomó un barco en Seattle y, tras echar un vis­tazo a las ciudades de Juneau y Wrangell para decidir si se instalaba en una de las dos localidades, decidió seguir hasta Skagway, a donde llegó en agosto de 1897, un mes después de que los dos barcos carga­dos de oro del Klondike, el Excelsior y el Portland, atracaran en San Francisco y Seattle.

Fue una decisión acertada: en pocos días acordó con el jefecillo de policía las condiciones para estahlecerse en la ciudad, sus homhres llegaron un par de semanas después y, para finales de mes, inauguraba su primera sala de juego, a la que siuieron otras en la vecina Dyea y en los altos del White Pass, junto a la frontera canadiense.

La Policía Montada de Canadá ya había establecido sus aduanas y, sobre todo, controles muy estrictos contra la delincuencia, de modo que Soapy no obtuvo permiso para instalar sus negocios en el otro lado.

Sus actividades lucrativas marchaban viento en popa.

Actuaba con celeridad y eficacia. Ese mismo octubre puso en marcha un sistema de espionaje propio que trabajaba en los barcos que llegaban de Seattle y Vancouver. En las cubiertas de los vapores, sus agentes averiguaban qué pasajeros venían con "'sustanciosas cantidades de dinero en los bolsillos. Una vez en tierra, otros hombres de Soapy los embaucaban con su verbo (en especial el "Reverendo" Bowers-, los atraían al casino y allí los cuprieres los desplumaban o el propio Soapy, si tenía ganas, los arruinaba con el trile. A otros sencillamente se les quitaba el dinero en la calle, por la noche, a punta de pistola.

En Skagway tan sólo existía un oficial de policía, un tal Tay­lor, asistido por un ayudante. Pero ambos estaban a sueldo de "Soapy.

Su habilidad era pasmosa. En enero de 1898, un tabernero ,al que tenía comprado para su servicio de espionaje, mató a un hombre a tiros sin que el otro tuviera oportunidad de defenderse. Con su afinada oratoria, Soapy logró impedir su linchamiento, compró al jurado que lo juzgó y el asesino eludió la cárcel para huir a Sitka. De inmediato, Soapy abrió una suscripción para la viuda de la víctima del crimen, adelantando él mismo una buena suma de dinero.

Soapy había desarrollado una refinada técnica de actuación que casi parece el libro de instrucciones para un gángster.

No se mezclaba personalmente en los robos: su gente era quien los lle­vaba a cabo, con una comisión para él del cincuenta por ciento. Contaba con una disciplinada tropa de hombres armados a su servicio.

Cultivaba su imagen con la propaganda de periodistas comprados por él, como Billy Saportas, del Alaska News, y Ed­ward Cahill, enviado especial del Examiner de San Francisco.

Su red de espionaje alcanzaba todos los rincones de la ciudad y del puerto. Cuidaba con suma atención los núcleos básicos de la so­ciedad, como la iglesia, los negocios, el trabajo y la caridad. Eso sí, cuando entregaba una gran donación de dinero a una insti­tución religiosa o filantrópica, al día siguiente disponía todo para que sus hombres se encargaran de recuperar la suma a punta de revólver.

Sin embargo, nadie podía acusar a Soapy de estar mezclado, pues era el primero en poner el grito en el cielo ante semejantes atropellos.

Pero en Skagway había gentes honradas que detestaban a la banda de Soapy; sobre todas ellas destacaba Frank Reid, el inge­niero jefe de la ciudad, un hombre entrado ya en la cincuente­na, honrado, alto y fuerte, que había estudiado en la Universi­dad de Michigan y combatido en las guerras indias de Oregon. Tenía fama de no temer a nadie y de manejar muy bien las ar­mas de fuego.

El malo, como en Hollywood, tenía ya enfrente al bueno. ¿No suena toda esta historia verdadera a un western de ficción de los años cincuenta?

Por esos días hubo varios tiroteos con muertos en la ciudad y en las alturas de White Pass. Y hartos de las fechorías de Soapy, los ciudadanos de Skagway, dirigidos por Frank Reid, formaron un comité de 111 Voluntarios dispuestos a limpiar la población.

Las tropas federales de Dyea acudieron en su ayuda y muchos de los bandidos se largaron temporalmente de Skagway. Soapy se quedó.

Después de todo, él nunca daba la cara: otros hacían los tra­bajos sucios por él. Los periodistas que tenía comprados se encargaban, además, de hacer publicidad constante pe sus "bue­nas obras", y unos cuantos agentes de la ley colaboraban en tapar sus fechorías.

Al tiempo, contaba con un buen número de fans en la ciudad, que le consideraban un benefactor. En un. alarde de desfachatez, llegó a apoyar una huelga de estibadores en los muelles de Skagway, contribuyendo con su dinero al fon­do de resistencia. Los huelguistas ganaron la partida y él refor­zó su crédito popular.

Casi puede decirse que la mitad de Skag­way lo miraba como a un dios y la otra como a un demonio.

Cuando el comité ciudadano dio un ultimátum a Soapy para que se fuera de la población antes del fin de marzo, éste respondió creando un comité propio, sostenido por 317 ciuda­danos y apoyado por "sus" periodistas a sueldo. Los 111 del otro comité entraron en un período de confusión absoluta, se dividieron y, al fin, el ejército decidió lavarse las manos y regre­sar a Dyea.

Skagway quedó en poder de Soapy y de los doscien­tos y pico hombres que tenía empleados como espías, pistole­ros, cuprieres, taberneros, propagandistas o contrabandistas. Era un rey sin corona, o "el rey de los tramposos", como lo lla­ma uno de sus biógrafos, la historiadora Jean G. Haigh.

En ese momento había en Skagway más de setenta salas de juego, la mayoría controladas por Soapy. También monopoliza­ba la venta de alcohol no autorizada por la ley. Pero ¿para qué necesitaba Soapy autorización alguna si la ley la dictaba él?

Quienes han escrito sobre el forajido a partir de testimonios de gentes que le conocieron, afirman que, en esa época, por abril de 1898, se comportaba como un hombre envanecido y se­guro de sí, convencido de que su papel era el de benefactor y protector de Skagway. Amaba el dinero, pero quería también la gloria.

Sin embargo, la hora del duelo se acercaba. Corría el reloj como en el filme Solo ante el peligro y la música de fondo iba su­biendo de tono y ritmo.

En ese abril de 1898, Soapy vio la ocasión de acrecentar su fama, al estallar la guerra hispano-norteamericana en Filipinas y Cuba. De inmediato se autonombró capitán de la Compañía A del Primer Regimiento de la Guardia Nacional de Alaska.

Re­partió uniformes entre algunos de sus hombres y abrió una ofi­cina de alistamiento de voluntarios para las Filipinas. El ardor patriótico recorrió Skagway y numerosos mineros que iban a di­rigirse al Klondike decidieron posponer sus planes y marchar a la guerra en defensa de la patria.

Soapy organizó un servicio de revisión médica en una tienda de campaña sobre la que ondea­ba la bandera de las barras y las estrellas. Y mientras un supues­to médico examinaba el estado de salud de los voluntarios, los hombres de Soapy registraban sus ropas y se llevaban todo cuanto de valor había en sus bolsillos. Al que protestaba, lo arrojaban a la calle en paños menores.

No obstante, era el héroe de la ciudad. El uno de mayo organizó un desfile patriótico. Y marchó en un caballo blanco al frente de sus tropas al grito de "iRecordad el Maine!" (navío americano hundido por una explosión en La Habana, lo que desató la guerra de Cuba).

Para cerrar la fiesta, los hombres de Soapy ahorcaron y luego quemaron un muñeco que representa­ba al general Weyler, la máxima autoridad militar española en la isla de Cuba. Unos días después, el secretario de Guerra de. EE.UU. le envió una carta agradeciéndole la formación del cuer­po de voluntarios, aunque rechazó la oferta de sus servicios.

Ya en el apogeo de su fama, figuró en la tribuna de oradores junto al gobernador de Alaska en las celebraciones del Cuatro de Julio. Menos de un año después de su llegada, era el amo de la ciudad y también su símbolo, su figura más heroica.

Pero, como podría escribir un Marcial Lafuente Estefanía (el que escribía en tiempos del franquismo novelas del Oeste sin moverse de Madrid), el t ic-tac del reloj del destino se escuchaba con más fuerza mien­tras Frank Reid engrasaba su revólver.

Cuando un hombre llega a extremos desorbitados de fama y po­der, es raro que no pierda el sentido común. Y Jefferson "Soapy", que era tan prudente en las formas como audaz en los objetivos, exultante de vanidad y en el apogeo de su éxito en ese mes de julio de 1898, se convirtió en un personaje trágico de la noche a la mañana.

A él le gustaba recitar ante sus hombres, de vez en cuando y para hacer notar su formación shakesperiana, una frase de la que se sentía orgulloso: "Hay un tiempo para tra­hajar, un tiempo para jugar y un tiempo para morir". Había tra­hajado relativamente, jugado mucho a caballo ganador, engaña­do cuanto había podido y, pese a todo ello, seguía vivo. Quizás presentía que llegaba su hora final.

El 7 de julio, tres días después del gran desfile del Día de la In­dependencia, llegó a Skagway un minero que había logrado una gran fortuna en el Klondike, un canadiense llamado J. D. Ste­wart que traía una bolsa con pepitas de oro por valor de vein­tiocho mil dólares.

Era el primero que regresaba de Dawson City tras el deshielo de las aguas del Yukon. Y también era el primer minero que buscaba el retorno por la ruta más corta de Whitehorse, White Pass y Skagway, desdeñando el más cómo­do, pero mucho más largo viaje desde el puerto de Saint Mi­chael, en el mar de Bering.

Los comerciantes de la ciudad le recibieron con los brazos abiertos. Se estaban enriqueciendo con la ruta de ida, la de los buscadores de oro que se dirigían al Klondike. Pero si se abría una ruta de vuelta, del Klondike a Skagway, la riqueza se multi­plicaría, ya que los mineros del retorno vendrían cargados de oro, como Stewart.

El hombre se hinchó a copas. Y pese a que numerosos co­merciantes de la ciudad le avisaron sobre el peligro de los ban­didos de Soapy, uno de ellos logró embaucarle en un saloon y convencerle de que el cambio del oro por billetes de banco sería mucho más favorable para él si lo realizaba en el despacho de Jeff "Soapy".

Al día siguiente, Stewart se dirigió al local del forajido car­gado con su saco repleto de oro. Los ladrones le llevaron a una habitación trasera y pesaron el mineral, negociaron, establecie­ron un acuerdo justo para ambas partes, un apretón de manos... y en ese instante, un hombre de la banda de Soapy, fingiéndose borracho, entró en la sala, tomó el saco como si gastase una bro­ma y salió corriendo a la calle.

Stewart, tras unos momentos de duda, salió tras él. Pero una vez al aire libre, otro grupo de hom­bres de Soapy le rodearon, impidiendo que siguiera corriendo, preguntándole si estaba borracho o qué demonios le ocurría. Minutos más tarde, estaba solo en Broadway Street, sin, un solo dólar en el bolsillo y con su oro esfumado.

De inmediato, Stewart fue a ver al comisario Taylor, uno de los hombres a sueldo de Soapy. El marshall, mientras cenaba, le dijo que no podía hacer nada ante la falta de pruebas y, sardóni­co, le recomendó que volviera al Klondike a intentar labrarse una nueva fortuna.

Desesperado, a la siguiente mañana, Stewart comenzó a re­correr los comercios de la ciudad y a explicar su historia. Y el escándalo empezó a crecer. Y no porque los hombres de nego­cios tuvieran piedad de aquel hombre, pues la piedad no existía en esa parte del mundo por aquellos días, sino porque calibra­ron el perjuicio que el suceso les podía acarrear: si la historia de Stewart llegaba a Dawson City, ningún minero regresaría con su oro por la ruta de Skagway, sino que se irían por Saint Michael, y la prosperidad de la ciudad se vería seriamente dañada en aquel verano en el que se prometía una lluvia de pepitas de oro traídas del Klondike.

¿Qué hacer para conseguir la devolución del dinero a Ste­wart? Sólo quedaba un hombre capaz de enfrentarse a tan arriesgado y espinoso asunto: Frank Reid.

Las manecillas del reloj seguían andando.

Frank Reid percihió que, en pocas horas, la mayoría de los ha­hitantes hahían mudado su opinión y se posiciona­ban en contra de Soapy. El héroe de pronto resultaba ser una la­cra, por mor de los negocios. Pero Soapy, encumbrado y vani­doso como nunca, no percibía la realidad del cambio.

Reid llamó a los federales de Dyea, que se presentaron en Skagway en algo más de una hora. Una multitud envalentonada y en buena parte armada, cercó entonces el casino de Soapy y le conminó a salir.

Jeff comenzó a beber whisky, a pesar de que no solía hacerlo casi nunca. Algunos de sus hombres le aconsejaron entregar el dinero de Stewart y él respondió, ya borracho: "A quien vuelva a hablarme de devolver ese oro le corto las orejas".

Terminó la botella y salió a la calle con un rifle. Insultó a la multitud, pero nadie se movió. Alguien le dijo que tenía de pla­zo hasta las cuatro de la tarde para reembolsarle a Stewart lo que le pertenecía. "En otro caso, habrá jaleo", añadió.

Y Soapy res­pondió: "Eso es, precisamente, lo que estoy buscando: jaleo".

Reid no estaba entre la multitud, sino que esperaba en los muelles.

Algunos de los hombres de Soapy comenzaron a escapar del pueblo hacia las montañas, mientras él regresaba a su guarida y seguía bebiendo. Los ciudadanos se dirigieron a los muelles para preparar una asamblea y decidir qué hacer con el bandido.

Entonces Soapy tomó la iniciativa y salió del casino, con una pequeña pistola Remington escondida en su manga y un Colt-45 en el bolsillo. Se echó un rifle Winchester 30-30 al hombro y comenzó a caminar hacia los muelles. Tripp, Slim, Bowers y otros compinches intentaron detenerlo. Los otros buscaron sus cabállos y se alejaron al galope de Skagway.

Llegó al muelle. En la entrada, distinguió a un hombre apartado de los otros. Era Frank Reid. La escena, según los historiadores, fue como sigue:

-Maldito seas, Reid -dijo Soapy-; tú eres la causa de todos mis problemas. Debí haberme librado de ti hace tres me­ses.
Se acercaron el uno al otro, hasta casi rozarse, frente a fren­te.

Soapy alzó su Winchester hacia la cabeza de Reid. Éste, en­tonces, en un movimiento rápido de su mano izquierda, dio un golpe al fusil, desviando la boca del cañón hacia el suelo, mien­tras que su mano derecha sacaba un revólver de seis tiros de la cartuchera del cinto.
En ese instante, Soapy tuvo un ataque de pánico.

-¡No dispares! -suplicó-. ¡Por el amor de Dios, no dis­pares!

Reid apretó el gatillo y el detonador no funcionó. Soapy alzó entonces el rifle levemente y disparó: la bala atravesó el vientre de Reid a la altura de la pelvis.

Pero Reid logró disparar dos veces. Una de las balas alcanzó de lleno el corazón de Soapy, mientras que la otra se alojó en su pierna izquierda.

Los dos hombres cayeron al suelo casi al mismo tiempo: Soapy, muerto al instante; Reid, alcanzado por la primera bala en un punto vital.

Mientras Reid fue trasladado de urgencia al hospital, el ca­dáver de Soapy permaneció toda la noche abandonado junto al muelle.

La historia concluyó con la detención de todos los miembros de la banda de Soapy. Los últimos, Tripp, Bowers y Foster, cerca de White Pass. La Real Policía Montada de Canadá no les había permitido cruzar y huir hacia el Yukon.

(Toda esta información, que es verídica, está recogida del escritor y viajero Javier Reverte)

Tellagorri


12 comentarios:

  1. Solo falta que digas que media los 7 pies, y sería la historia perfecta para don Marcial Lafuente Estefania (cuanto tengo yo al menos, que agradecer a este señor, cuantas tardes de invierno leyendo sus novelas). Soapy es un ejemplar digno de pertenecer a los trepas que se reunen en un edificio de la Carrera de San Jerónimo, llegaría a Presidente del Gobierno seguro.

    El Salvaje Oeste, no fue realmente como nos lo retratan desde Hollywood, fue mucho más salvaje y duro. Así no es de extrañar que en los Estados Unidos se tomen en serio lo que esperan de sus dirigentes, tanto a nivel local como federal.

    Un saludo, mañana intentare leerte desde Barajas, si encuentro WIFI en BarajasBarajas

    ResponderEliminar
  2. Siempre me ha parecido muy interesante la historia y las leyendas forjadas en el viejo oeste. He disfrutado de lo lindo leyendo tu post, a demás como siempre te digo, salgo de aquí sabiendo algo nuevo.
    Saludos

    ResponderEliminar
  3. Hola Tellagorri.
    La verdad es que no me esperaba ver una película del Oeste antes del almuerzo.
    Tengo que confesar que al principio me he hecho un tremendo lío con los nombres, es lo que me suele pasar casi siempre cuando los personajes no se llaman Pepe o Juan.
    Pero pronto me hice con la historia.

    Vaya personaje el tal "Jeff", por lo que cuentas, tuvo que ser el origen de la mafia en las praderas norteamericanas.
    Y como en toda buena película de pistoleros, siempre hay un "bueno" enfrente, ¡menos mal!

    Es una pena que Frank muriese, eso es lo que menos me ha gustado de la historia.
    Para que todo hubiese sido perfecto, debería haber sobrevivido y seguro que le hubiesen dado el cargo de cherif. Pero eso sólo ocurre en las películas.

    Besos.

    ResponderEliminar
  4. DON JAVIER
    Los que están en la Carrera de San Jerónimo, tal como citas, son de esa escuela y los más listos, tipo Rubalcaba, no se diferencian de SOAPY mas que en que no llevan el revolver a la vista.

    ResponderEliminar
  5. DON JULIO

    Las novelas que hay sobre el Oeste no llegan a la perfección de lo que era la realidad.

    ResponderEliminar
  6. DOÑA ELENA

    Sí, en USA como había gente procedente de todo el mundo y en muchos casos eran las escoria de las sociedades europeasy asiáticas, aquellas zonas no colonizadas como eran las de los territorio indios y las minas de oro de Colorado, California y Alaska se convirtieron en lugares sin ley y de asesinatos y fraudes a manta.

    Los personajes que se citan como pistoleros son todos reales y los hemos visto en un sinfín de películas del Oeste. Faltaba el Soapy al que casualmente le acompañaban todos ellos, los vistos en las pelís.

    ResponderEliminar
  7. Memorable historia la del tal Jeff, amigo Tella...Los EE.UU se desarrollaron bajo la bandera del pistolerismo. Pero si somos honestos, nada comparado con lo acontecido aquí con Phillip Colt Gonsales y su sucesor Shoemaker Winchester Station Railwais. Unos simples afisionaos, ya digo. Pero además está el aura de romanticismo que rodeaba a aquellos personajes, algo así como los Luis Candelas de aquí o los bandidos de Sierra Morena. El Jeff, por ejemplo, murió con las botas puestas. Los pájaros de aquí, como con el Caudillo, seguro que morirán en la cama y condecoraos con la Laureada de San Fernado..

    ResponderEliminar
  8. CHARNEGUET

    Estoy de acuerdo con lo que mentas, y hace un rato le decía lo mismo a Javier Pol.

    Efectivamente, aquellos (los Billy el Niño, Jesse James,Wyatt Earp, Bat Masterson, etc.) eran unos AFICIONADOS comparándolos con los ejercientes ahorita mismo AQUÍ.

    No sé si los condecorarán pero se retirarán millonarios y con pensión vitalicia. Y alguno con título de marqués o conde, porque el Titular Supremo es, también, de la misma casta.

    ResponderEliminar
  9. La ostia..., qué pechá de leer, "Tella"!!!!.
    Entretenida entrada!.

    Aquellos pistoleros al menos tenían doble pistola..., a los desgraciados que tenemos aquí por faltarle les falta hasta munición.


    Un cordial saludo.

    ResponderEliminar
  10. Me gustan las películas del lejano Oeste, sobre todo las parecidas a esta historia verídica que hoy nos ofreces, buen post Tellagorri.

    "Hijo de un abogado", cómo no y sureño. Es más fácil robar al prójimo que trabajar. Saludos

    ResponderEliminar
  11. LOLA

    Es un coñazo leer algo tan largo pero es que por partes no tiene "sustancia".

    Sí, dices bien. Aquellos tenian pistola para robar. Los de aquí hacen lo mismo pero sin armas a la vista.

    ResponderEliminar
  12. PASION

    En un tiempo en España las únicas pelis que merecian ser vistas eran las del Oeste,porque las otras eran dramones inmensos o todavía peor, pelis de andaluzadas con niñas cantando bulerías.

    Lo de mejor robar que trabajar, los ue más entienden de eso son toda esa cuadrilla que, d vez en cuando, se sienta en el Congreso.

    ResponderEliminar