A Annie Oakley la violó en un lodazal, a la edad de 15 años, un tal reverendo Peterson.
Pocos después Annie le reventaría a tiros los huevos, cavaría con sus propias manos (vale decir que con una pala y un pico) una tumba, y allí arrojó el cadáver de Peterson, que fue dado por desaparecido.
La propia Annie dijo que lo había visto huir en una carreta, acompañado en el pescante por una mujer forastera que lo fuese a recoger de madrugada.
A nadie habló ni de la violación sufrida ni de su venganza. Ni a su esposo, el también tirador Frank Buttler, diría una palabra de eso. Ni siquiera a Buffalo Bill se lo contó jamás. Ni al bueno de Sitting Bull cuando se emborrachaban juntos en las horas de asueto del circo.
Todo esto se sabe gracias a las confidencias que hiciera el presidente de los Estados Unidos, el republicano William McKinley (1844-1901, asesinado por el anarquista León Czolgosz), a su biógrafo, James Rusling, periodista del semanario metodista neoyorkino The Christian Advocate.
McKinley concedió audiencia a Annie Oakley una vez consumadas las primeras victorias sobre los españoles en la guerra de Cuba.
Larga fue la conversación entre el presidente de los Estados Unidos y la prodigiosa tiradora. Congeniaron.
Y Annie se sinceró, refiriéndole el asalto sufrido, del reverendo Peterson, y su posterior conversión en victimaria del clérigo. Y en la sublime tiradora de rifle que fue. McKinley, que era bonachón, a pesar de su afán político un tanto expansionista, quitó hierro al asunto; y además había concedido audiencia a Annie Oakley.
Caballeroso supo dar satisfacción a la tiradora, cuando al saber de su presencia en Washington la llamó a la Casa Blanca para recibirla con todos los honores y decirle que había agradecido en el alma su ofrecimiento de voluntariado, cosa que le rogaba transmitiera a las otras damas fusileras igualmente dispuestas a dar en combate hasta la última gota de su sangre, pero que había desestimado la posibilidad de enrolarlas en el cuerpo expedicionario dispuesto para combatir en Cuba porque jamás hubiera podido perdonarse la pérdida de una sola de ellas.
—Bueno, bueno; han pasado tantos años –dijo el presidente McKinley– que no cabe tener en consideración aquel episodio… Al menos, si el bellaco reverendo sirvió de abono a una mínima parte de nuestra amada tierra (aquí dijo McKinley directamente our beloved land), quizá le haya perdonado Dios su infamia…
¿Y dice usted que le reventó a tiros… sus partes? ¿A qué distancia? –pareció ahora más animado, menos solemne.
—Sí, presidente (también mostró mayor vivacidad Annie Oakley), le reventé los huevos (aunque dijo directamente nuts). Bueno, lo llamé desde lejos. Quería disfrutar viéndole la cara de miedo, ¿sabe? (aquí dijo Annie Oakley You know?). Y se la vi, presidente, se lo juro… Estaba muerto de miedo… Bueno (dijo aquí Well, y prosiguió); el caso fue que cuando lo tenía a poco menos de media yarda le disparé el primer tiro, sin echarme el rifle a la cara, así, desde la altura de mi cadera… O. K., le tiré donde más o menos tenía que tener el huevo izquierdo, primero, y luego donde más o menos tenía que tener el huevo derecho, y después al centro, donde debía estar la polla (aquí dijo Cock, pues aún no se utilizaba en América el término inglés Prick, ni el yidish Smuck), haciendo muy rápidos los tres disparos, porque no quería derribarlo con el primero, no me hubiera gustado tener que dispararle después hallándose en el suelo… No murió en seguida, sin embargo; hube de despenarlo con un cuarto tiro entre las cejas, que recibió bocarriba. Antes de enterrarlo comprobé que, efectivamente, no había fallado ni un solo tiro; tenía los nuts y el cock reventados.
—¡Vaya, genial! –exclamó el presidente McKinley, sin poder evitar acto continuo una gran carcajada.
Annie Oakley, que había hecho su relato con gran mesura y economía de gestos., no pudo evitar reírse también, contagiada por su presidente.
Luego tomaron un té con pastas, Annie Oakley le hizo entrega oficial de uno de sus rifles, McKinley correspondió regalándole un revólver de plata con munición igualmente de plata, y así quedó la cosa hasta que James Rusling comenzó a contar el caso.
annie huevos
La que los tenía muy bien puestos es la Annie. Y si se juntaba con otras similares formando un Cuerpo de Fusileras, no digo nada los destrozos que podrían causar.
ResponderEliminarLa cara que tiene en la última foto no se diferencia mucho de la de un sargento de marines.
EliminarEs muy posible todo fuera como Annie la revienta huevos lo contó, claro que, nadie se preocupó tampoco de preguntarle al reverendo castrado a tiros.
ResponderEliminarSEÑOR OGRO
EliminarDificil veo que muchos años después hubiera alguien predipuesto a desenterrar al Paterson para comprobar si alojaba en sus huesos las balas de Annie.
No me extraña que el McKinley soltara la carcajada al escuchar la historia de Annie; también se debió reir un rato cuando el viejo truco del acorazado Maine en La Habana.
ResponderEliminarDON BWANA
EliminarEl McKinley, como comenta usted, era un pedazo de cabroncete con pintas..
Pues sí que tiraba bien la señora.
ResponderEliminarDON MAMUNA
EliminarEn este caso puede decirse, sin error, que "tiraba de cojones".
Suerte que no dio con un juez español, Javier.
ResponderEliminarIba a pasarse una buena temporadita a la sombra, esta chica.
DON HEREP
EliminarSí, en el caso nefasto de haber caído en manos de un Garzón o similar la manda a trabajos forzados a Siberia.
Una compañiía de tiradoras o fusileras de este estilo para ir disparando a los "indignados rompe-iglesias y rompe-plazas", iba a ser una maravilla para Madrid.