14 agosto 2009

ALGO DE HISTORIA- IV : Cabrera

LONDRES : Lo que cuenta de sí mismo


Dormita Cabrera cuando el mayordomo inglés, un hombre enjuto y casi anciano, con patillas canas que le llegan hasta la mandíbula, gol­pea suavemente la puerta e irrumpe en la sala.

-Sir. Ha llegado el periodista Dado Zamora.

Cabrera abre lentamente los ojos, capaces todavía de centellear cuando se enfurecen o desconfían. Hace una seña con la mano al sirviente para que se acerque.

-¿Cómo es ese periodista? Usted es un buen observador, James.

-Si me permite decirlo, y ya que lo pregunta, creo que su figura no se corresponde exactamente con la de un caballero.

-Ya no quedan caballeros, James. Todos mueren en las guerras; lo que resta es la morralla.

Un poco sorprendido por tan drástica afirmación, el mayordomo permanece firmes, sin atreverse a asentir expresamente. El señor es español y, por lo tanto, debe de estar un tanto chiflado. Dice que es conde, pero en España ser conde será algo al alcance de cualquiera. Si está a su ser­vicio es por la señora Marianne, la verdadera dueña de la mansión y quien le paga.

-Hazle pasar.

Instantes después, pisando con tranco irregular y cauteloso el piso de brillante madera ennegrecida, aparece un individuo de talla media, grueso y más próximo a los sesenta que a los cincuenta años. No puede decirse de él que sea un adonis.

A su cara, un tanto mofletuda, le falta un ojo, lo que le obliga a llevar parche, y la oreja izquierda, reducida a la mitad, le cuelga como una pequeña masa informe de carne. Al verlo avanzar, el general observa que renquea de la pierna derecha, rígida como el palo de una vela.

-Dado Zamora, señor. Es un honor poder presentarme a vuecencia y estrecharle la mano.

El anfitrión le extiende la mano sin levantarse del sillón. -Llámame general o señor conde de Morella.

-Sí, mi general.

Cabrera pronuncia en voz alta lo que está pensando.

-Tiene usted más heridas de las que a mí me hicieron en dos guerras.

Darío asiente con una inclinación de cabeza. Mentalmente retrata al personaje.

Bajo de estatura, de ojos aún penetrantes. Pelo y cejas canas, bien arqueadas, que se cruzan sobre la nariz. Cabeza bien proporciona­da, bigote y patillas cortos. Boca regular, nariz de ventanas anchas, con­tinuamente dilatadas por la respiración un tanto acelerada y fatigosa. Dientes aún enteros, mentón saliente, aspecto severo y piel amarillenta. Un temperamento sanguíneo-nervioso en las postrimerías, con un orgullo desmedido que la edad no ha acabado de hundir.

Zamora recuerda lo que algunos que le conocieron de joven dicen de él en Madrid: que nada le detuvo en las grandes empresas, aunque ahora, ahí sentado, parezca acha­coso, con pocos bríos para moverse, y el invierno de la vida le esté pasando cruel factura. Un anciano que todavía no ha dado por satisfecho su amor a la gloria. Eso piensa decir Zamora de él en su periódico.

-En efecto, general. Oficiar la verdad es un sacerdocio peligroso. Un martirologio, pero los periodistas nos debemos a ella.

-No me venga usted con historias, Zamora. Yo sé muy bien cómo se fabrican las verdades. Pero siéntese y dígame lo que desea.

-Una entrevista para El Imparcial, mi periódico. En estos tiempos turbulentos, sus palabras podrían servir de faro a un país como España, atribulado por la calamidad política.

El bigote canoso de Cabrera se ladea en un rictus incrédulo.

-¿Usted cree que puede interesar a alguien los recuerdos de un viejo soldado? Y aunque interesaran, de nada serviría. En España, la gente nunca aprende de la experiencia. Creo que ha hecho el viaje en balde, lo que yo pueda decirle no vale la pena.

-Sigue siendo usted una figura mítica, un hombre de convicciones que luchó por la patria... a su manera.

-Convicciones que no deben de ser las suyas -ironiza Cabrera-, porque su periódico, por lo que sé, es de inclinación liberal-democráti­ca. Desde luego, ningún carlista trabajaría en él.

-Cierto, general, pero aunque procuramos mostrar en la sección doctrinal nuestro pensamiento con sensatez no exenta de firmeza, infor­mamos en la sección de noticias de todo aquello que pueda interesar al lector menos preocupado de lo que ocurre en el mundo. Además, nues­tra maquinaria es de lo mejor, importada de la fábrica Marinoni de París, capaz de imprimir veinte mil ejemplares por hora, sin más esfuerzo huma­no que el de unos cuantos operarios. Ya sabe usted que nuestro fundador.. .

-¿Y esas heridas? -le interrumpe el general.

Darío duda un poco en confesarse, pero piensa que debe ganarse la confianza de aquel energúmeno, el famoso TIgre del Maestrazgo, si quiere sacar algo en limpio del viaje que ha hecho hasta Inglaterra para entre­vistarle.

El general hablará, y luego ya se encargará él de sazonar conve­nientemente las declaraciones.

No es que vaya a falsear lo que dice, no, pero subrayará lo conveniente y omitirá lo inadecuado para orientar al lector. Desde luego, no ha llegado hasta allí para dar publicidad al dis­curso de un faccioso.

-El ojo lo perdí en Cartagena, donde trabajé de redactor en El Cantón Murciano. Aquello fue muy duro, general. Nos bombardearon con cañones de artillería gruesa, y la ciudad quedó como un solar -le con­testa Zamora con cierto orgullo.

Lo del cantón se lo ha inventado, por­que el ojo se lo reventaron en una trifulca tabernaria, pero le gusta fan­tasear con el asunto.

-La pierna -prosigue, esta vez con verdad- casi la pierdo en la intentona progresista del cuartel de San Gil en Madrid, de la que sin duda habrá oído hablar. En cuanto a la oreja, me la arrancaron en un duelo cuando trabajaba en el periódico El Combate.

-No me diga. ¿Ese panfletucho federalista que dirigía Paul y Angulo?

-En efecto, general. Si es que así quiere llamar a un diario que lu­chó contra viento y marea por la libertad, combatiendo a los partidos mo­nárquicos.

-No me venga con esas monsergas. Ustedes mataron a Prim. Un militar honrado que merecía mejor suerte que caer acribillado en la ca­lle por una pandilla de asesinos.

-Él y Sagasta nos persiguieron mucho, general. Enterraron la libertad de prensa. Sólo en un mes, nos retiraron el periódico de la circulación ocho veces, pero nosotros no lo matamos.

-¿Quién ha sido entonces? ¿Ese intrigante del duque de Montpensier que quiere casar a su hija María de las Mercedes con el nuevo rey Alfonso? Menudo pajarraco.

-No puedo decirle, general. Prim tenía muchos enemigos. Algunos declarados y la mayoría en la sombra.

Cabrera da por zanjado el debate. Ha catalogado a su interlocutor, políticamente, como un exaltado, seguramente afín al partido republi­cano federal, un insurrecto contra cualquier orden.

Algo parecido a lo que él mismo era de joven, aunque en su caso existiera la creencia en Dios y en aquel rey don Carlos, inepto y bienintencionado, que nada sabía de ejércitos y que se dejó dominar por sus dos mujeres, para colmo hermanas.

-Bueno, dejemos eso. Yo apenas leo los periódicos, aunque algunas veces recibo los de la causa... El Pensamiento Español, El Oriente, La Esperanza, La Regeneración... El resto de la prensa me parece un charco de inmundicia, la boca por la que habla el diablo al mundo.

No le incluyo a usted, porque no le conozco, pero cualquier redactor se vende al moro Muza si éste le da dinero.

Hace unos años quise hacer un periódico en Bruselas para defender el ideario tradicionalista. Encargué la misión a un gacetillero que parecía de fiar, pero me engañó. Todo lo que quería era sacar cuartos, y cuando los tuvo, desapareció
.

-Hasta entre los doce apóstoles hubo un Judas -responde quedo Dado, un poco amostazado por la filípica.

El gran reloj del salón da las cuatro y por unos segundos la conver­sación se interrumpe. Cabrera hace sonar una campanilla y el mayordomo reaparece.

-Sirva a este señor algo de beber. ¿Quiere té o prefiere otra cosa? ¿Un coñac, por ejemplo?

Dado agradece el gesto del general y se decide por el coñac. Ya se le estaba quedando la boca seca.

Al poco, el servidor trae una botella de Napoleón sobre una bandeja de plata con dos copas de cristal tallado. Sirve una dosis generosa al periodista, y otra más pequeña para el general.

-Apenas puedo probar unas gotas -le dice Cabrera a Zamora-. Mi salud no me lo permite.

-Lástima --comenta con fingida pena el periodista, que de un solo buche se traga media copa. El coñac francés le sabe a zarzaparrilla azu­carada comparado con los fieros brandys patrios.

-¿De qué quiere que hablemos? -pregunta Cabrera.

-Podemos empezar por hablar de la situación de la causa carlista, general. A los lectores les interesa la opinión de quien en otro tiempo tanto influyó en ese partido y estuvo a punto de llevarlo a la victoria.

-Bueno, empecemos ya. A mis años, poco tengo que ocultar.

Ligeramente inflamado por el coñac, Darío Zamora saca papel y lápiz y empieza sus preguntas. Recuerda las palabras de su director cuando le dio las últimas instrucciones en el periódico: "Le soy sincero, Zamora. Ya estoy harto de usted. O me trae una buena entrevista o váyase despidiendo".

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Aquí, en esta casa, estuvo el ahora rey Alfonso XII antes de que lo proclamara Martínez Campos en Sagunto, cuando era cadete en la Academia Militar de Sandhurst. Parecía un buen muchacho, aun­que algo alelado, y hablamos.

-Señor -le dije--, debéis hacer lo posible para cerrar la sangría que otra vez se cierne sobre España.

-¿Cómo? -respondió-. De sobra conocéis la testarudez de vuestros antiguos correligionarios cuando se lanzan al monte.

-Yo mismo -contesté- me ofrezco a ayudaros en las tareas de pacificación, trasladándome a España si es preciso, a riesgo de los acha­ques y la mala salud.

Me habló de Cánovas, en quien ha depositado toda su confianza, y le convencí también para que se reconociesen los fueros en las Provincias VASCONGADAS y NAVARRA, y los grados en la oficialidad del ejército carlis­ta.

Prometió hacerme caso. En cuanto a mí, como sabe, me han respe­tado todos los méritos, grados, condecoraciones y el empleo de capitán general del ejército, con el sueldo que por reglamento me toca...


¿ Vol­ver a España decís? . ..

Sí, pero cuando termine la guerra. Tampoco puedo llegar allí a ponerme del lado del gobierno mientras los míos sigan com­batiendo. .. Y eso que los de la camarilla del rey Carlos VII se lo tendrían merecido después de lo que me hicieron en Suiza.

¿Cómo que qué me hicieron? Debe usted saberlo. Fue hace unos años.

Los cortesanos convocaron asamblea en Suiza para declararme hereje y fuera de la cau­sa. A mí, que resistí luchando solo cuando todos los demás se habían rendido.

Por fortuna, el buen pueblo carlista no olvida, y sabe que mis razones son las que dictan el deseo de una paz honrosa y el interés de la patria.

Apunte eso, Zamora, que quede bien claro
.

-Tomo nota, general. Pero ahora quisiera que habláramos de otra cosa. Hay un hecho sorprendente en la primera guerra en la que usted tomó parte.

Me refiero a la Expedición Real, cuando el pretendiente está a punto de entrar en Madrid. No acierto a explicarme qué pasó.

En lu­gar de atacar, se retiraron cuando la capital parecía -perdone que le diga- poco defendida, con posibilidad de ser ocupada con un golpe de audacia, y también.. .

-Déjese de zarandajas y vaya al grano. Si me pregunta por qué nos retiramos se lo diré claro: contubernio y traición. Tome nota.

El redactor finge asombro al escuchar esas palabras. Calcula que su gesto de falsa sorpresa hará hablar al general más de la cuenta. -¿Contubernio? ¿Traición? ¿De quién?

-No se haga el zonzo conmigo, Zamora. Usted sabe, como yo, que el Pretendiente y la regente se entendían. Se ha dicho muchas veces. Has­ta el mismo General Gómez lo tiene escrito en una memoria que pensaba publicar poco antes de morir.

-¿Y era verdad? -Claro que era verdad.
-¿Y usted lo sabía?
-Lo sabía. Yo conocía los trapicheos de don Carlos con María Cris­tina porque me informaban mis espías en Madrid y en la corte del Pre­tendiente.

-¿Espías en Madrid? Eso es nuevo, general.

-Cállese y no me interrumpa, porque si no, no le cuento nada. ¿Quiere usted otro coñac?

A Zamora se le van los ojos a la botella como los de un halcón a las palomas. Ese coñac francés, aunque algo flojo, no está tan mal a fin de cuentas. Cabrera le escancia otra copa capaz de tambalear a un bucane­ro, y luego prosigue. Su relato se inicia con un hilo de voz que se va agran­dando y afianzando poco a poco, con la seguridad que otorga el hablar de aquello que se ha vivido, y pensado y repensado muchas veces.

En la corte carlista, que entonces se hallaba en Oñate, bastantes personas es­taban al tanto de la negociación, aunque el trámite no trascendiera a la tropa.

-Don Carlos -dice Cabrera- había recibido, por mediación de un marquesillo intrigante llamado Lagrúa, que trabajaba para el rey de Ná­poles, una carta de María Cristina, cuyo ánimo estaba por los suelos después del motín de los sargentos de La Granja y los reproches del Va­ticano por haber firmado el decreto desamortizador de Mendizábal. La carta dio pie a unas negociaciones en las que se estipulaba que la regen­te se acogería al cuartel general de don Carlos, con sus hijas Isabel y María Luisa, en cuanto nuestro ejército llegase a Madrid, pero la muy tunan­ta faltó a su palabra.

El momento, sin embargo, estaba maduro porque París y Viena habían acordado que el pretendiente abdicase a favor de su primogénito, y se arreglase el matrimonio de éste con Isabel, a título de rey, y con María Cristina como regente mientras durase la minoría de edad de su hija. Así es que, durante esos meses, María Cristina, por miedo a la revolución, estaba más que dispuesta a irse con don Carlos, al que puso tan sólo dos condiciones: el matrimonio de su hija y el perdón para to­das las personas que se habían comprometido en la defensa de ésta.

Poca cosa para el pretendiente, que a cambio ganaba un trono para su primo­génito, lo que en la práctica equivalía al triunfo de nuestra causa.

Es entonces cuando el rey de Nápoles envía a España a su mensajero, el barón de Milanges, que se entrevistó varias veces con don Carlos. Éste, dispuesto a todo con tal de llegar a un arreglo, sólo ponía como condición que Madrid se le rindiera sin efusión de sangre. Pero para eso, naturalmen­te, además de poner en conocimiento de la regente lo convenido, antes había que llegar a Madrid, y no llegar repartiendo flores, sino con un ejército, demostrando fuerza
.

-Ahí tiene usted la verdadera razón de la Expedición Real Carlista, señor periodista.

Marchamos hacia Madrid pensando que la capital se rendiría y esperando que María Cristina nos abriera las puertas. Pero una vez iniciada la marcha, los días iban pasando y la respuesta no llegaba. Por eso fuimos tan despacio, dando un gran rodeo, para dar tiem­po a que la regente comunicara su compromiso, aunque eso supusiera mermar las fuerzas de la tropa, ya muy castigada después de cuatro años de guerra.

Por fin, la respuesta de la bendita señora llegó en julio de 1837, cuando estábamos en Cherta, por donde pasó el Ebro el grueso de la Expedición
.

-Una notable acción de guerra, general-comenta Zamora.

-En efecto, pero de no ser por mí, don Carlos se hubiera quedado en la otra orilla, porque el asunto no era tan fácil como a algunos estra­tegas de café les puede parecer ahora. Para cruzar el río se necesitaban lanchas, y las barcas no podían llegar a Cherta sin pasar antes por Tor­tosa, donde los liberales las apresarían.

Estuve dándole vueltas al problema hasta que pensé que si Napoleón había llevado sus cañones a las cumbres de los Alpes, igual podríamos nosotros subir las barcas por el monte y transportarlas hasta la orilla del río, corriente arriba.

-No hay que apurarse. Si las barcas no pueden ir por el río irán por la carretera -recuerdo que les dije a mis asombrados oficiales. De forma que ordené dirigimos a San Carlos de la Rápita, donde nos apoderamos de algunas lanchas que había en ese puerto, y colocadas sobre grandes carretones y rodillos, tiramos de ellas camino de Cherta, con los flancos cubiertos por las tropas escalonadas de Forcadell y Llangostera.

Ese mismo día, que debía de ser uno de los últimos de junio, don Car­los estaba dispuesto a pasar el Ebro, pero por fortuna pude convencerle de que en ese momento era imposible, porque Nogueras, el asesino de mi madre, acampaba en las proximidades de Mora, y la legión portuguesa que mandaba Borso di Carminati avanzaba desde Tortosa. Había que batirlos primero, impidiendo que se reuniesen las dos columnas, si que­ríamos franquear el río. Y eso hice.

Después de arengar a la tropa, pidién­doles vencer o morir, cargué desde Cherca contra Borso, miencras empe­zaba a pasar el Ebro en lanchas la vanguardia de la Expedición, protegida por el fuego de Forcadell. Por fortuna, Nogueras no llegó a tiempo de reunirse con Borso, porque matamos al oficial que hada de mensajero e interceptamos la comunicación entre ellos. Uno de mis lugartenientes, Pertegaz, se encargó de frenar el avance.

-Tome usted sus medidas -le dije-, y si Nogueras ataca, defen­derse hasta morir. Ante él acudí a pie, con el sable de mancar ceñido a la levita, sin faja de general ni charreteras, con la boina blanca en la cabeza y el látigo en la mano.

Yo nunca he necesitado de entorchados ni galones para que me conocieran y respetasen mis soldados, y hasta mis enemigos, pues en el combate iba delante montado en mi caballo, y en acampada, mi capa blanca y mi zamarra encarnada eran suficientes para que todos supieran quién era su general.

Pero sé que algunos cortesanos envidiosos me criticaron por acudir al rey sin el buen tono que prescriben las etiquetas. Ese día, la victoria y la cercanía del rey me granjearon más enemigos que elogios, ya ve usted qué absurdo resulta al final codo...

Confieso, como ya he escrito en mis memorias, que seguramente usted no habrá leído, que estaba envaneci­do y loco de contento después de la jornada de Cherta y al verme tan honrado por el rey, que me dio a besar su mano.

Don Carlos me convi­dó a que pasase a su lado en la barca y se moscró conmigo afectuoso como un buen padre. -Yo premiaré tu fidelidad y valor -me dijo. Y, en efecto, así lo hizo, porque aquel mismo día fui nombrado Ca­ballero Gran Cruz de la orden milicar de San Fernando...

Durante el cruce, el rey me puso al corriente del objetivo último de la Expedición, y yo comprendí en seguida que aquello terminaría en desastre, ya que depen­díamos sólo de la palabra de una viuda lagarta.

-¿Cómo están las cosas dentro de Madrid, majestad? ¿Tenemos partidarios suficientes?

Noté que el rey me respondió con evasivas, y deduje que en la capi­tal se mantenían firmes los batallones de voluncarios, creados hada poco más de un afío, y los de la milicia nacional, que aunque peseteros peleaban bien.

Entonces, por mi cuenta y sin comentario ni siquiera con don Carlos, decidí activar la red de espías que Sombra dirigía en Madrid con el propósito de provocar un levantamiento que contribuyera a abrimos las puertas de la ciudad...

Por ahí tengo copia de algunos papeles que quiero que usted lea para que vea que lo que cuento no son fantasías de viejo...

Tellagorri

2 comentarios:

  1. Tellagorri, ESTO ES UNA JOYA.

    Reconozco que es un periodo de nuestra historia en el que tenia algunas lagunas hasta ahora y que, después del post de ayer y el de hoy, me parece que intentaré suplir con bibliografía seleccionada.

    Me imagino que este tipo de post busca, en parte, despertar el interés por algo tan importante como nuestra historia.

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  2. Como siempre, muchas gracias por tu comentario, ISRA.
    Efectivamente, inserto estos post con el objeto de que los no enterados, de parte de nuestra extensa Historia, puedan ir entendiendo muchas de las cosas del presente a través de lo sucedido, ya que casi siempre estamos en una repetición de políticos mangantes, de gobernantes ineptos, de esforzados individuos dejando la vida por el común, y de una masa social utilizada a voluntad por absolutistas, curas y oportunistas con máscaras de liberadores.

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